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Limpiar la habitación propia entraña peligros tan grandes, que solo los más valientes guerreros se atreven a dar un paso al frente y a adentrarse en la zona armados de aspirador, fregona y plumero.

Cuando los ácaros anidan en los recuerdos, les confieren un peligroso aspecto inofensivo. Esto yo no lo sabía. Lo he comprendido ahora, cuando he desempolvado una vieja novela negra de juventud, y he caído en la emboscada de abrirla.

A unos tres párrafos del comienzo me he detenido a echar cuentas: habrán pasado veinte años desde la última vez que toqué este libro. Qué poco imaginaba yo entonces, cuando lo guardara aquí, que antes de que volviera a hojearlo iban a pasar veinte años y a desencadenarse un fin del mundo que aún no logro asumir.

Ahora que todo ha cambiado; ahora que los monstruos existen; ahora que sobran razones para aceptar que la mutación medio zombi de un virus acabará arrasándome la vida; ahora que “casa” es lo mismo que “al raso”; ahora que no estoy a salvo, releo estos crímenes por capítulos de un asesino en serie literario, y solo siento el bienestar de aquellos tiempos en los que la muerte aún no me había rozado. Tiempos en los que cada mañana despertaba a un día monótono que discurria siemore por su sitio. Tras el desayuno venía siempre la comida y a continuación siempre la cena.

Ahora que un alarido puede atacar por sorpresa a cada instante; ahora que la puerta blindada no disuade a mis monstruos; ahora que el virus zombi hace desaparecer lentamente a Nana, también a Nana; ahora que no hay horarios y me salto comidas porque no tengo cuerpo para comer; ahora solo deseo que aquella monotonía vuelva.

Respiro con profundidad y trato de ser indulgente conmigo. Un poco de nostalgia es inevitable en medio del apocalipsis.

*Fotografía: shvets production. Pexels

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