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Hace más de dos mil setecientos años, alguien se detuvo en la margen derecha del río Tormes, miró a lo alto del cerro de san Vicente y pensó que aquel era el lugar perfecto para vivir.
Así nació Salamanca.

En aquella Edad del Hierro no se llamarían de esta forma ni la ciudad ni el cerro ni el río. Desconocemos el nombre que darían aquellas gentes a su hogar. La humanidad era demasiado joven para escribir.

Pero los arqueólogos, que saben leer en los legados que dejan los pueblos sin alfabeto, cuentan  que el cerro de san Vicente acogió a unos doscientos cincuenta vecinos.

Lo escarpado del lugar les daba una protección que completaron levantando una muralla en la zona  accesible. Defendidos así de la hostilidad del mundo, se extendieron a lo largo de dos hectáreas y media.

Ladera del Cerro de san Vicente en Salamanca

Allí permanecieron cientos de años. Bajo el mismo cielo que nosotros, contemplando nubes parecidas a las que contemplamos nosotros y templados por nuestro mismo sol. Araban la tierra, cuidaban animales, guerreaban contra enemigos y problemas. Sus casas eran de adobe. En la pared opuesta a la entrada, había un banco corrido donde se sentarían juntos al recibir una mala noticia o para charlar, llorar, reír, pensar… Y por amenazador que fuera el mundo —siempre lo es— gustaban de relacionarse con gente de paz, que viniera por el camino que tiempo después se llamó Vía de la Plata. Así conseguían objetos bonitos de lugares remotos que a lo mejor les hacían soñar: abalorios, alguna figura de una diosa egipcia…

Aquellas gentes tan “primitivas” modelaban vajillas diminutas para que jugaran sus niños. Y cuando su vivienda se venía abajo o necesitaba una reforma, construían la nueva justo encima de la heredada, sobre los cimientos del pasado, siglo tras siglo, respetando y guardando la memoria de sus ancestros. 

Un día, los habitantes de una de las viviendas decidieron sustituir el viejo recubrimiento de las paredes, que era blanco con decoraciones en negro, por uno nuevo en tono rojizo. La sorpresa es que a la entrada de la vivienda los arqueólogos han encontrado un hoyo, delimitado con piedras, donde metieron tierra rojiza y algunos pedazos del viejo recubrimiento blanco y negro que iba a desaparecer bajo el nuevo…

Dicen los arqueólogos que aquel primer poblado en lo alto del cerro debió de quedarse pequeño, para una población cada vez más creciente, y allá por el siglo IV a. c. se mudaron al Teso de las Catedrales.

Aquellas gentes recogerían sus pertenencias, se llevarían todo lo que les podía servir, y en lo alto del cerro se quedaron sus casas, sus cerámicas rotas y sus abalorios perdidos.

Ladera del cerro de san Vicente en Salamanca

 

La ciudad empezó a crecer lejos del cerro; solo en las afueras, azotado por los vientos. Y el viento se llevó las casas de lo alto del cerro.

Los vientos se llevaron después a los cartagineses, el viento se llevó luego a los romanos, y en la época en la que el aire soplaba aún a favor de los visigodos, un monje se detuvo en la margen derecha del río Tormes, miró a lo alto del cerro y pensó que aquel era el lugar perfecto para vivir.

Levantaron un convento allí arriba, sobre los cimientos del pasado, sobre los restos que el abandono y el tiempo hubieran dejado de aquellas casas de bancos corridos.

Pero el azote de los vientos y de los árabes arrasaron aquel convento. Fue reconstruido en el siglo XI. Hubo que reformarlo en el siglo XVI, para convertirlo en colegio mayor de jóvenes monjes que venían a estudiar.

El resultado de tanta reconstrucción y reforma fue una de las más bellas edificaciones de Salamanca. La hermosura de su claustro recorría de boca en boca la ciudad. Aunque era una hermosura particular porque una mitad era más bonita, de más valor, que la otra.

El hermoso medio claustro se unió en el sentir de las gentes al puente de piedra —que sólo medio es romano— y a la Plaza Mayor —cuyas obras se detuvieron a la mitad durante muchos años, por litigios del ayuntamiento con los vecinos—, y pronto se hizo popular el dicho: “Salamanca, media plaza, medio puente, medio claustro de san Vicente”. En lo alto del cerro, la mitad hermosa del claustro se había vuelto símbolo de lo que se sueña magnífico y se hace realidad sólo a medias.

En la guerra de la Independencia, los franceses, que vieron en lo alto del cerro las mismas virtudes defensivas que los dueños de las primitivas casas de bancos corridos, se hicieron fuertes en el convento de san Vicente. Y entre cañonazos y pólvora el precioso monasterio con su claustro hermoso a medias terminó saltando por los aires en 1812.

Había tenido el convento una biblioteca y archivo valiosísimos que habían desaparecido pasto de las llamas. Documentación muy antigua sobre la historia del monasterio y de la ciudad quedó reducida a cenizas. Una pérdida para Salamanca que El Adelanto, mucho tiempo después, no dudaba en equiparar a la que sufrió el mundo entero con el incendio de la Biblioteca de Alejandría.

Atardecer en el cerro de san Vicente. Salamanca

Atardecer en el cerro de san Vicente

Los monjes intentaron reconstruir el monasterio, pero con muchas dificultades, porque eran tiempos de escasez y convulsión. Tanta, que estalló la primera guerra carlista. De nuevo las miradas militares se volvieron hacia el maltrecho convento. Esta vez se utilizó como almacén de pólvora.

Dos guerras pesan tanto que el monasterio no pudo soportarlo más.

Lo que quedó de él fue tasado en noventa y tres mil novecientos reales. Lo adquirió la empresa de la plaza de toros del Campo de San Francisco, para utilizar las piedras en la construcción del nuevo coso…

El cerro volvió a quedarse sólo, sembrado de ruinas, azotado por los vientos y el paso del tiempo.

Al mirar al cerro de san Vicente aún podía verse al fantasma del convento. Habían quedado algunas ruinas, arcos:

[…] descarnados y suspendidos a considerable altura como si un poder mágico los sostuviera. Ramón Barco.

Así descritas, se comprende bien que la prensa afirme que eran ruinas muy visitadas. Hasta 1853. Ese año la Comisión de Monumentos se interesó por aquellos restos del convento que la magia sostenía de pie. Numeró las piedras, las arrancó del cerro, las trasladó al colegio de san Bartolomé y nunca más se supo de ellas… 

Un siglo después, en 1950, El Adelanto denunciaba que las piedras numeradas “han desaparecido del colegio de san Bartolomé”, y añadía con frustración:

 […] lo que no hizo el fuego de los cañones, que fue muchísimo, lo completó la incomprensión de los hombres.

Los restos de aquellas ruinas que en 1853 lograron escapar al celo “protector” de la Comisión de Monumentos, sirvieron de cuna al barrio de los Caídos. A comienzos del siglo XX, las gentes empezaron a construir con ellos, en ellos, casas modestísimas.

Soplaron malos vientos sobre el cerro de san Vicente, sobre el nuevo barrio a sus faldas. Cayó sobre ellos la densa niebla del olvido. Quedaron envueltos en miseria y abandono.

Hasta que alguien de la Universidad Pontificia se detuvo en la margen derecha del río Tormes, miró a lo alto del cerro y pensó que aquel era el lugar perfecto para que vivieran los estudiantes seminaristas.

En 1939, la Universidad Pontificia empezó la construcción de otro colegio mayor. Sobre los cimientos del pasado, sobre lo poco que quedaba ya del monasterio de san Vicente.

El proyecto era grandioso. El nuevo edificio surgía con vocación de apropiarse no sólo del espacio sino también de la admiración que generó durante siglos el viejo convento desaparecido, de cuya belleza seguían llegando ecos al presente.

Guzmán Gombau fotografió la ambiciosa maqueta.

Poryecto de un colegio mayor de la universidad Potificia de Salamanca
Se construyeron dos pabellones del total planificado. Se inauguraron en 1950.  Correspondían a la octava parte del proyecto.

Con motivo de la nueva construcción, el ayuntamiento prometió mejorar la urbanización y las condiciones del barrio de los Caídos. Prometió además una gran novedad: un parque público en la zona circundante al nuevo edificio

Edificio levantado en el cerro de san Vicente

Pero pasó el tiempo, y el viento se llevó las promesas de los políticos. En los siguientes años, ni se hizo el parque ni mejoró lo necesario el barrio de los Caídos.

Tampoco se construyó ningún pabellón más. En lo alto del cerro se alzó incompleta para siempre la octava parte de aquel proyecto magnífico. Otro sueño en la cumbre que se hizo realidad sólo a medias.

Pasó el tiempo, pasó el viento, y un día amaneció sobre el cerro el siglo XXI.

Durante las dos décadas de este siglo y la última del anterior, los arqueólogos han trabajado mucho allí arriba. Cuando se derribó el colegio mayor de la Pontificia, siguieron apareciendo restos valiosos de la antiquísima historia del cerro.

En el lugar donde estuvo el claustro del monasterio de san Vicente, se construyó en 2002 un bonito museo que ha permanecido prácticamente cerrado año tras año. ¿Otro de esos proyectos en lo alto del cerro que se hacen realidad a medias…?

Puede que esta vez no. Dicen que el museo abrirá por fin de par en par sus puertas. Albergará la historia de la Salamanca desaparecida.

Como en los años cincuenta, vuelve hoy la idea del parque público en la falda del cerro. Un parque desde donde observar los restos arqueológicos y las preciosas vistas de la ciudad.

Entrada al Parque arqueológico en el cerro de san Vicente en Salamanca
¿Qué pensaría uno de aquellos primeros pobladores de la edad de Hierro, si hiciera un viaje en el tiempo hasta aquí, y viera hoy cómo tenemos su hogar? Seguro le extrañarían las escaleras y rampas que dan accesibilidad a su cerro inaccesible. Quizá le enfadaría no encontrar ya su huerto. Puede que pensara que somos gente extraña por meter en vitrinas trozos de un plato que se le cayó un día que andaba con prisas, o por acristalar el pavimento de su casa y el banco corrido de la de los vecinos.

Pero es que este museo, estos restos arqueológicos en vitrinas, son nuestra forma de hacer un hoyo en el suelo, delimitarlo con piedras, y meter dentro trocitos del pasado para que no desaparezcan. Para que no todo se lo lleve el viento.

Puede que perdamos así un cerro medio silvestre. Puede que el nuevo parque arqueológico, con sus jardines, sus farolas, sus rampas y sus escaleras, sea una forma de domesticar a un cerro. Pero, ¿y qué? Somos así. Poco silvestres. Y éste es nuestro tiempo. Ha tocado hacer reforma y sustituir lo viejo por lo nuevo. Como hicieron ellos en aquel primer poblado, echando suelo nuevo sobre el viejo y tapando recubrimientos antiguos con nuevos. El presente sobre los cimientos del pasado, pero guardando y respetando la memoria de los ancestros.

Pasará el tiempo y el viento, y quién sabe qué le depararán los próximos siglos al cerro de san Vicente. Eso nosotros ya no lo veremos.

Pero ahora estamos aquí. Podremos subir por una escalera con pasamanos a lo alto del cerro, sentarnos en un banco a la luz de una farola, entre restos arqueológicos de un pueblo muy antiguo. Podremos desde allí mirar a las estrellas y pensar en cuánto cambia todo para que todo siga igual.

Podremos recordar que una vez se construyó allí un claustro que fue maravilloso sólo a medias. Que hubo un monasterio hermoso que acabó de fortín de una guerra. Allí arriba, en el teso de san Vicente, será más difícil olvidar que, desde siempre, el lugar perfecto para vivir es la cima de un cerro, donde los sueños puedan volar muy alto aunque se hagan realidad solo a medias.

Crónica de una visita

Luis Casas se ha ido a explorar el Cerro de san Vicente y me ha hecho llegar unas páginas de su cuaderno mágico. Ha dibujado una crónica preciosa de su visita. ¡Muchas gracias, Luís, por compartirlo con todos nosotros!

 

Bibliografía

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