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—Los fantasmas no existen.

No sé cuántas veces me lo repitieron de niña. Nunca me lo creí del todo. Hasta que me hice mayor. Creces, y te confías…

Dejé de prestar atención a crujidos inexplicables, a pisadas de nadie, a las voces que dicen mi nombre en la duermevela. Le perdí el respeto al rincón oscuro del trastero y empecé una vida sin muertos.

Hasta que una mañana temprano, el rayo de sol que calienta la esquina norte del balcón dejó de venir. Y no me importó. De verdad que no me importó nada. Pero desde ese día, a Mariana el cerebro se le llenó de niebla. O a lo mejor no fue desde ese día, pero yo no puedo evitar relacionarlo.

Mariana, que siempre jugó y cantó y rió como una niña, desde ese día se volvió seria…

A veces, cuando voy a verla, no me reconoce.

Ahora la tía Mariana sólo habla de muertos. Se inquieta porque se hace tarde y alguno de nuestros muertos no ha venido a cenar con ella ni a arroparla a la hora de dormir.

—Ya vendrán…

Le digo eso.

Y ella se tranquiliza pero yo me inquieto.

Cuando me voy, sé que dejo a Mariana entre fantasmas.

Y no existen… No sé cuántas veces me lo repitieron de niña. No existen…


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