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Las dos hemos llegado sin aliento y con el susto de perder el autobús. Le hemos dado al conductor los billetes y también las gracias, porque se nota que ha estado haciendo algo de tiempo para no abandonarnos allí:

—Hale, tirar para dentro que salimos ya —tiene voz de padre con nietos de camino.

El autobús huele a cremas solares, colonias y sudor. Los demás pasajeros nos miran con los ojos serios, una mayoría de narices quemadas y un silencio triste, como la luz que despide el fluorescente del techo.

Nos sentamos. Por lo general no quiero ventanilla porque me marean los edificios, los árboles, la gente y los postes que pasan. Pero hoy me siento y apoyo la cabeza en el cristal.

El autobús empieza a moverse.

La radio nos escupe la canción del verano y los pasajeros nos ponemos más tristes. Se pasó el día. Tan rápido. Y ahora otra paliza de horas en la carretera y a eso de la media noche en casa. Otra vez en casa…

—¿Quieres que empecemos a cenar?

Me lo dice con la voz ronca y algo desinflada, abriendo la bolsa de las empanadas y los refrescos que acabamos de comprar en el paseo. Nada que ver con la voz chillona que me embarcó en este autobús:

—Que sí, mujer, que lo cogemos a las siete de la mañana y a las once y pico estamos allí. Luego nos volvemos a las ocho de la tarde y a las doce de la noche en casa. Es un palizón pero merece la pena. Una escapada de unas horas si puedes hacer. Eso sí lo puedes hacer…

Me convenció.

Total, por un día… Un día puedo escaparme. Puedo organizarlo todo y escaparme un día. Escapar aunque sólo sea un día…

Y ya paso el día.

Tanto organizar, tanto preparar, tanto contar los días que faltaban, y a eso de la media noche en casa. Donde nada cambia.

A mí también me sale la voz ronca y desinflada:

—Trae esa empanada, anda.

Las decepciones abren el apetito. Pero es que era esperar demasiado…

Nada más bajar del autobús esta mañana, caminamos todos apresurados por el paseo mirando el horizonte tan azul. Casi corríamos para no perder un minuto. Nosotras nos quitamos las chanclas enseguida, para que la arena nos cosquilleara los pies. Colocamos las toallas donde pudimos. A continuación ya todo por turnos; una siempre vigilando las bolsas, los móviles, la comida…

Cuando me tocó avanzar sorteando tumbonas, palas, rastrillos, cubos de plástico, sombrillas, bolsas y toallas ya noté que la arena estaba recalentada y algo sucia, pero la humedad fresca del agua me alcanzó enseguida, me revolvió el pelo y le quitó importancia. Y al pisar el barro frío de la orilla, se me olvidó.

Allí estaba el mar inmenso. Delante de mí que hacía unas horas era la prisionera de las cuatro paredes de mi casa.

Miré lejos, más allá de los bañistas, a donde el cielo se confunde con el mar. Respiré sal hasta lo hondo de los pulmones. Escuché el balanceo del agua. La espuma me saltó a los pies. Y supe que era cierto: el agua del mar cura. Me sentí bien. Hasta poco antes del atardecer, cuando corrimos al autobús y me faltó el aliento…

Miro por la ventanilla. Miramos todos. Dos chicas, aproximadamente como nosotras, pasean y ríen. Las observo con envidia. Se quedan con la playa. Miro el mar desde la ventanilla. Lo miramos todos. Gigantesco aún. Tanto, que parece imposible que no vaya a salpicarnos en casa.

Al final de la curva el mar ya no se ve.

—Yo voto que hay que repetir esto. Que no se diga que no hemos visto el mar…

Nos reímos sin fuerza. Abrimos las latas de refresco.

El sol ha caído.

El Autobús Playero circula con los faros encendidos, a cien kilómetros por hora, hacia la oscuridad.

*Publicado el 06/07/2014 corregido el 03/07/2024

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