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Por las noches, cuando llega el silencio y ululan las lechuzas, si tengo la fortuna de hallarme en casa, cierro bien puertas y ventanas. En la cama, a cubierto bajo las mantas, cuando el reloj de la torre ahuyenta el piar de los murciélagos con doce campanadas, yo hago un acto de fe, miro a través de la oscuridad el techo, y siempre rezo lo mismo: por favor, por favor, no permitas que me despierte en la isla Veintidós. Por favor. No lo permitas.

Los destierros en la isla Veintidós son el peor destino de cualquier sueño. Cualquier sueño que haga escala en esta isla es un mal sueño. Pero nada más que un sueño. Eso dicen.

El amanecer en la isla Veintidós comienza a las 6:47 a.m. Lo tengo comprobado, Ni un segundo antes ni uno después. Da igual si es verano o si es invierno. Todo da igual en la isla Veintidós.

Siempre te despierta temprano el escalofrío de la niebla. Te resistes a abrir los ojos porque aún confías en el malentendido: aunque sea un despertar extraño estás en casa; tienes que estar en casa, por favor, que esté en casa…

Enseguida toda esperanza es devorada por el murmullo burlón de los frailecillos y los chillidos de alcatraces y gaviotas. A lo lejos, la embestida del mar contra los acantilados te sumerge en un temor oceánico y helado. Ya no hay duda. Qué frío…

Siempre hace mucho frío en la isla Veintidós.

La soledad aquí es inmensa, profunda, peligrosa como el mar. Te vas hundiendo en ella sin conciencia. Tardas poco —la verdad, que muy poco tiempo— en mirar alrededor con la esperanza mezquina de que, esta vez, alguien más haya quedado atrapado contigo en ese infierno despoblado y rocoso.

No vive nadie en la isla Veintidós.

Existió una aldea. Hace años. O hace siglos. No hay estudios serios que la fechen porque la isla Veintidós es un mal sueño —dicen— , y a ningún historiador titulado le interesa la investigación de los sueños.

Al Sur, al abrigo de los vientos más fríos, diecisiete cabañas de piedra se levantan entre la niebla. Debieron de venir a evacuarlos. O encontraron ellos la salida. De cualquier modo, fue por sorpresa. En la cabaña dieciséis una mesa de madera aún está puesta para dos comensales.

En lo posible, soporto al raso mis temporadas en la isla Veintidós. El interior de las cabañas lo ocupo sólo cuando hiela o cuando explota una tormenta y respirar al aire se vuelve más difícil que adaptarse al interior insano y medio fantasmal de las cabañas.

Los ruidos los hace el viento filtrándose por entre las piedras de las paredes. Los ruidos los hace el viento. Debe de ser el viento.

El mejor lugar de la isla es una cañada al Este, entre los acantilados. Desde allí miras de frente el mar, y al abrigo de las rocas casi no te azota el viento. El arrullo del océano en calma, el movimiento narcótico de la inmensidad de agua te consuelan de fríos y de nieblas.

El mejor lugar de la isla es también el peor. Al abrigo de las rocas, en la cañada Este, la brisa te derrota siempre. Porque el mar es inmenso y tu asiento una peña diminuta. De qué sirve resistir si al final todo va a dar a la mar.

El mar se agita entonces, y brilla parecido al sol. Conviene irse. Levantarse despacio y dar la espalda al agua como si no diera miedo que te ataque por sorpresa. Es el único modo de librarse del vértigo, de evitar caer al océano y desaparecer en el profundo absurdo de acabar con todo cuanto antes. Mucho ojo con las rocas al huir de la cañada. La niebla casi siempre ya ha bajado y resbalar es aterradoramente fácil.

Hay una canoa.

He tardado en contarlo porque también tardé mucho en encontrarla. Se ve que los dueños la escondieron bien.

He trasladado la canoa a la playa sur, donde termina el bosque de los troncos muertos. Lo aviso, porque hay que hacerse a la mar.

Hay que hacerse a la mar. Hay que clavarle los remos con la mayor fuerza de que seas capaz. Hay que vengarse. Aunque el mar te escupa de vuelta a la playa con agua salada hasta en los huesos. Hay que hacerse a la mar. Sobre todo, no cogerle miedo al agua.

Quién sabe, quizá sea posible encontrar una salida en canoa.

Por las noches, cuando llega el silencio, cuando la isla Veintidós y todo cuanto existe en ella desaparecemos envueltos en niebla, yo cierro los ojos, hago un acto de fe, miro a través de las brumas el techo lejano de mi dormitorio, y siempre rezo lo mismo: por favor, por favor, sácame de la isla Veintidós, por favor ayúdame a salir de la isla.

A las 6:47 a.m., cuando me despierta el escalofrío de la niebla, me esfuerzo en creer que la isla Veintidós es un mal sueño; que si abro los ojos y aprendo a mirar bien dejaré de escuchar el murmullo burlón de los frailecillos y los chillidos de los alcatraces y las gaviotas.

*Fotografía: Riccardo. Pexels

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