Seleccionar página

Contemplo la catedral imponente que se eleva frente a mí contra un cielo azul sin nubes. Si la encontrara en el plano sabría dónde estoy. Pero lo más importante es que Ella no me encuentre. Que me encuentre yo es lo de menos.

Me siento en un banco de piedra. Está frío y cerca de una cabina telefónica. Aunque soy contrario al frío y a la Telefónica me acomodo en el respaldo de piedra. Estiro las piernas, dejo que el sol me las temple un poco, y voy contando cigüeñas posadas en las crestas de la catedral.

Una, dos…

La número tres levanta el vuelo en dirección al río.

Creo que el río está por allí. O quizá no. No estoy seguro. El plano lo tengo mal doblado abultando mucho en el bolsillo interior de la chaqueta.

El golpeteo de los picos de las cigüeñas de pronto me intranquiliza. Ha sido una conmoción extraña; un repentino temblor de tripas que no puedo permitirme el lujo de ignorar. Me pongo en pie, miro alrededor, pero no veo a nadie peligroso: un grupo de niños chillones detrás del maestro; una pareja de novios callados; un goteo de estudiantes con carpetas y libros… ¡Ahí está, es Ella; La Mujer de la Gabardina Verde. De nuevo, está aquí.

Me dejo llevar del pánico y busco refugio tras la cabina. Por entre los anuncios pegados en el cristal vigilo sus pasos. La Mujer de la Gabardina Verde desaparece tras la publicidad de unas clases de guitarra. Asoma por la derecha de un apartamento céntrico en alquiler. Se sumerge tras la foto en blanco y negro de unos cachorros en venta. Contengo la respiración, como si la Mujer de la Gabardina Verde se hubiera acercado tanto a mí que pudiera oírme.

Suena el teléfono.

Al principio me sobrecojo, inmóvil, contemplando el auricular negro de la cabina. No me explico cómo es que me sorprendo aún de que un aparato tan insignificante pueda llegar a ser tan traidor. El timbre suena insistente. Debo descolgar para que vuelvan el silencio y el golpeteo de los picos de las cigüeñas.

—¿Diga?
—¡Cristóbal! Por fin te encuentro. ¿Dónde te habías metido? Llevo horas llamándote. No sabía a quién más llamar.

Es una voz de mujer. Tiene miedo. Intenta disimularlo, pero se le precipitan las palabras unas contra otras y no puede hacer nada para contenerlas. Tiene miedo.

—¡Cristóbal! Tienes que ayudarme.

¿Soy yo Cristóbal? No… Yo soy… ¿Quién soy?… Bueno, da igual…

—Escucha. Yo también tengo problemas. Estoy intentando escapar de la Mujer de la Gabardina Verde. Tengo que colgar.
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Quién es esa mujer de la gabardina verde? ¿Otra de ésas que se idiotizan con tus frases y a las que luego das esquinazo? Tenían que conocerte como te conozco yo. Como si te hubiera parido…
—No es eso…
—Oye, suenas diferente…, ¿estás afónico?

Lo niego. Al otro lado del teléfono sólo escucho silencio.

—¿Estás ahí?

Lo he preguntado porque llevo mal que me dejen con la palabra en la boca.

—Sí, estoy aquí, siempre estoy aquí… Pero vamos a ver, ¿es ahí el cincuenta y dos, diez, cero, cero, treinta y uno?
Vacilo un poco antes de contestar; porque tampoco llevo bien reconocer que no sé cosas. Miro extraviado alrededor del aparato telefónico, por si pudiera encontrar el número sobre el que pregunta. Me da tiempo a ver asomar a la Mujer de la Gabardina Verde por arriba del anuncio de una habitación en alquiler. No localizo el número y me rindo.

—Mira, no sé, esto es una cabina telefónica.

Todavía sigo con el auricular en la oreja segundos después de comprender que la mujer ya ha colgado. Yo también cuelgo.

Me agacho porque me ha parecido que la Mujer de la Gabardina Verde acaba de mirar mi cabina. La posición no es cómoda. Las rodillas y el dedo gordo del pie derecho me duelen. Tengo que salir de aquí. Veo un grupo de turistas cerca de la cabina. Es mi oportunidad. Me enderezo y afronto el espacio abierto con valentía. Lo que sea, sea.

Alcanzo a los turistas y me interno en lo más profundo del grupo. Algunos se han quedado mirándome, sin embargo no parecen molestos. Una pareja me sonríe. Hablan entre ellos en francés.

Creo que es francés, aunque no tengo buen oído y la realidad es que a mí las lenguas extranjeras me suenan todas a francés.

Miro alrededor. Los turistas de mi entorno son de estatura elevada y no veo a la Mujer de la Gabardina Verde. Devuelvo la sonrisa a la pareja, pensando que con mi pelo blanco tampoco destaco tanto entre un grupo de franceses mayoritariamente rubios y canos.

Un hombre con sombrero de paja se ha puesto a hablar en francés conmigo. Intuyo que me acaba de decir su nombre y me pregunta el mío. Vacilo un poco. Mi nombre… Mi nombre… Mi nombre…

—Cristóbal.

El hombre del sombrero de paja y yo nos sonreímos. El guía turístico debe de ser quien mantiene izado en la cabecera del grupo un paraguas de flores con un pañuelo rojo atado.

Se ha detenido. Todo el grupo miramos un palacio a nuestra derecha. Luce una rara fachada presa de una plaga de conchas talladas en piedra. Un templo con vocación de catedral se alza a nuestra izquierda. ¿Cuántas catedrales tendrá esta ciudad?

Nos adentramos en el palacio de la extraña fachada. Nos distribuimos en la esquina de un patio acogedor rodeado de arcos y capiteles. Miro a mi alrededor. Me alegra comprobar que la Mujer de la Gabardina Verde no ha entrado tras nosotros. Le he dado esquinazo. Me relajo.

El guía nos habla en español. No sé si mis compañeros franceses le entenderán del todo pero siguen sus palabras con atención.

Yo la verdad es que no acabo de ver el patio como escenario de amores ni de duelos entre gente de la Nobleza, ni me creo eso que dice el guía de que haya onzas de oro y perlas escondidas bajo las conchas de la fachada. El lugar a mí me encaja más como patio de colegio. No sé por que… A lo mejor porque las gárgolas de los capiteles tienen pinta de haber contemplado las huidas de unos críos de sus clases de Historia. Recuerdo un túnel. O a lo mejor no lo recuerdo. No sé. Quizá haya un túnel tras la puerta embarrotada de la esquina. Esta ciudad podría estar horadada de túneles.

Por esos túneles nos colábamos entre risas los niños, llamábamos a gritos a la criadita de la casa de al lado, una niña poco mayor que yo. O a lo mejor no era yo, y tiene razón el guía, y los que corrían por el túnel eran niños de la Nobleza. No me acuerdo. Es que ya no me acuerdo…

La criadita niña abre la reja de la libertad y los colegiales escapamos por el patio del edificio contiguo. Eso ocurría allá por mis tiempos, o por los tiempos medievales de la Nobleza, o mucho antes, o mucho después. Qué más da. ¡Qué patio! Podría pasarme horas sentado aquí…

Me distraigo con la vegetación de piedra que brota de uno de los capiteles, y por eso tardo en reaccionar. La Mujer de la Gabardina Verde se ha apoyado en la columna contemplando a mi grupo de turistas.

Mi amigo, el del sombrero de paja, avanza unos pasos y se pone delante de mí para ocultarme. A lo mejor porque me ha visto la cara de susto; o de pena; me siento más triste que aterrado. O a lo mejor porque ha visto a la Mujer de la Gabardina Verde con su gesto severo, su mirada oscura, y su gabardina verde estorbando a los ojos en un día repleto de sol.

Se acabó. Me ha descubierto. Ha sacado algo del bolso y avanza hacia nosotros. Mi amigo el del sombrero de paja no hace el menor ademán de defenderme. No le culpo.

—Te he buscado por todas partes. También tu hija te está buscando. Debíamos llamarla.

Y me tiende el objeto que ha sacado del bolso.

—Pero si yo no tengo ninguna hija.

Estoy casi seguro de que no tengo ninguna hija… Después de decírselo he guardado un silencio confuso pero solemne. He conseguido que tiemble la mirada oscura de la Mujer de la Gabardina Verde. Pero se recobra enseguida y avanza hacia a mí. Me coge del brazo.

—Vámonos a casa.

Mi amigo el del sombrero de paja al ver el forcejeo se envalentona y descarga frases francesas contra la mujer de la gabardina verde.

— ¡Soy su esposa!

Lo ha dicho con firmeza, como si el francés o yo pudiéramos comprenderla.

Durante un segundo se me aparece un recuerdo borroso de mi boda, de mi hija, de… ¿de qué estaba yo hablando…?

—Yo nunca me he casado, señora.

He guardado después otro silencio solemne. A la Mujer de la Gabardina Verde se le ha declarado al oírme un incendio rojo intenso por la cara, el cuello y buena parte del escote. Se aparta un mechón de pelo invisible. Los ojos le hacen aguas, pero los abre más y logra embalsarlas. Una palidez cortafuegos le decolora finalmente el rostro. Con la voz temblona me invita a pasear con ella.

Titubeo, pero después acepto. Ante todo soy un caballero, la veo algo aturdida y voy a acompañarla a su casa. Me despido de mi amigo el del sombrero de paja.

Me sabe mal dejar a medias la visita turística guiada. Pero la Mujer de la Gabardina Verde se ha ofrecido a contarme por el camino historias de los edificios de esta ciudad monumental y hermosa que desconozco…

*Publicado por primera vez en agosto de 2013. Actualizado el 23/5/2024

Cuentos de la misma colección que tal vez te gusten

Fugada

Fugada

Las dos hemos llegado sin aliento y con el susto de perder el autobús. Le hemos dado al conductor los billetes y también las gracias, porque se nota...

Últimos cuentos


Si quieres leer más historias, aquí hay más cuentos:

 novelas


Dos historias sobre la dificultad de habitar mundos tan diferentes a los que soñábamos