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Ningún explorador de Salamanca puede marcharse de la ciudad sin subir a la torre de la Catedral, y haber disfrutado de la interesante y espectacular Ieronimus. Mucho tiempo antes de que llamáramos así a este itinerario, visitantes y salmantinos ya disfrutaban de este recorrido en las alturas..

Os propongo un viaje en el tiempo a la Salamanca de los años veinte. Una visita al Ieronimus de aquellos tiempos. He leído en la prensa que por la calle de la Rúa están a punto de pasar dos redactores de El Adelanto camino de la torre. Nos vamos a colar con ellos sin que nadie se entere.

Está comenzando el mes de julio. Atardece y los rigores del verano charro siguen sin dar tregua en la ciudad, salvo en un lugar: lo alto de la Catedral. La escalada a la torre va a ser tan empinada que os prometo que vamos a tocar a María de la O, el monstruo de bronce, la campana gorda de la Catedral. No os rezaguéis que ahí van ya los dos periodistas. Uno lleva cámara y el apellido Gombau, lo que significa que para la posteridad van a quedar pruebas gráficas del ascenso.

Entramos en la catedral y nos recibe el campanero. Un joven con pinta de guasón, que se ofrece a hacer de guía en esta expedición catedralicia. Se llama Nemesio Mesonero. Con ese apellido ya sabemos que además de campanero es mariquelo por razón de cuna. Por las venas de los Mesonero circula sangre que no conoce el miedo a las alturas.

Empezamos a subir. Ojo dónde ponéis los pies, que estas escaleras de caracol no tienen más luz que la del atardecer que se cuela por troneras y ventanas de los muros. Que nadie se despiste.

Dejamos atrás el primer piso, la vivienda familiar del campanero, con envidiables vistas a la torre del Gallo. El redactor de El Adelanto Se queda contemplándola. Con alma de poeta y la voz un poco triste dice:

[…] muestra las heridas sin cicatrizar de su eterna reparación

En el siguiente rellano está instalada la maquinaria del reloj. La misma que, cuando nosotros regresemos al futuro, podremos ver en la torre expuesta pero sin funcionar. La maquinaria caerá en desuso cuando el reloj y también las campanas se electrifiquen en los años setenta. Pero hablemos bajo, no vaya a oír el campanero lo de la electrificación de las campanas y se lleve un disgusto innecesario; porque acaba de decir que le encanta su oficio.

Dejamos atrás la maquinaria. Al fondo hay una habitación «cuya pared más exterior constituye la esfera del reloj”.

Esfera reloj de la Catedral de Salamanca en los años Veinte

El fotógrafo fotografiado. Amalio Gombau se asoma a la esfera del reloj catedralicio. Fotografía perteneciente al archivo de prensa histórica del Ministerio de Cultura

A ver, los que estáis mirando la esfera, no os fieis de la hora que marca ni vayáis a sincronizar vuestros relojes. Acabamos de adentrarnos en el punto más elevado y culminante de la República Horaria Independiente de Salamanca. Ni más ni menos. Hasta las dos primeras décadas del siglo XX, Salamanca tiene su propio huso horario.

El reloj de la Catedral, por su enclave y posición elevada, marca los ritmos de los salmantinos, determina “la Hora de Salamanca”. Pero esta “Hora de Salamanca”, “la Hora de la Catedral”tiene una peculiaridad. Mantiene con altanería y orgullo veinticinco minutos de retraso respecto al horario oficial. Es mucha torre nuestra torre de la Catedral.

El horario oficial lo marcan el reloj de la Plaza Mayor y el de la estación de trenes, que siguen disciplinados el horario de Greenwich, el de Londres. La desgracia franquista aún no se ha abatido sobre España y la península todavía no ha caído presa de los horarios de Berlín.

Cuando llegaba un forastero a Salamanca una de las primeras cosas que teníamos que advertirle era la diversidad de “horas”. “Hora” del Ayuntamiento, “hora” constitucional y la “hora” de la Catedral, obscurantista, reaccionaria, clerical, legendaria.

Por la hora oficial, la del reloj de la plaza Mayor, la de Londres, la de Greenwich sólo se regían los trenes, la oficina de telégrafos y los charros que tenían que coger un tren o poner un telegrama. El resto de la ciudad se regía por la hora de la Catedral.

[…] La hora de la Catedral, la hora eclesiástica, veinticinco minutos atrasada de los relojes civiles y militares…

 

¡Hola eclesiástica!… Yo la llamaría hora universitaria, hora del trabajo, hora salmantina. Con muy buen acuerdo en la Universidad e Instituto se vive a la hora local.

 

La clase trabajadora se rige en sus medio-días, en sus anocheceres, en sus amaneceres, por la hora que marca el sol, no en el meridiano de Greenwich, sino en el de Salamanca. Decirle a un obrero que entre en el trabajo, porque hace media hora que amaneció en Londres, me parece, por muy oficial que sea, el colmo de la insensatez en materia de horarios. Hacerle a un obrero salmantino que coma media hora antes de su medio día, del medio día que siente su organismo, porque… ya han comido en Greenwich o en San Petersburgo, será muy europeo, muy oficial, pero es… estropear el estómago.

 

Cuando nos marque la Gaceta Oficial Horaria que debemos encender las luces por las tardes, porque se ha puesto el sol en la ciudad del Támesis, todavía nos quedan cuarenta minutos de sol aquí, a las orillas del Tormes.

 

[…] ¡Que nos traigan todos los progresos científicos del mundo, pero que no nos quiten hasta la hora en que uno vive.

 

El sol será aquí todo lo provinciano, todo lo eclesiástico, todo lo viejo que se quiera, en Salamanca ¡Pero parece que es más nuestra la hora que él nos da!

En la prensa de la época aparecen multitud de esquelas, anuncios de actos diversos, que al fijar la hora del funeral o de la actividad que se tratase especificaban: hora de la catedral

Salamanca gozaba de una armonía horaria con el sol custodiada por la torre de la Catedral

Muchas fueron las protestas, pero al final la ciudad del Tormes tuvo que rendirse y separarse veinticinco minutos del sol. Salamanca no tuvo más remedio que acostumbrarse a vivir al ritmo oficial de la ciudad del Támesis. Luego llegó Franco y se llevó a España entera aún más lejos del sol… Pero ésa es otra historia.

Nos hemos distraído tanto con el reloj que el campanero, el reportero y el fotógrafo se nos han escapado y suben ya rumbo al patio de las campanas. Oigo al reportero quejarse de cansancio. Ha contado doscientos setenta escalones para llegar hasta allí. Vamos con ellos sin hacer mucho ruido, que el campanero está contando una interesante historia del patio de las campanas:

Aquí hacemos la vida nosotros en este tiempo y nos acompañan todas las tardes estudiantes y profesores que leen, en tanto que yo voy haciendo sonar las campanas al paso que desfilan las horas.

El reportero de El Adelanto tras escuchar las palabras del campanero mira alrededor:

Es agradable permanecer en este lugar. Abierto a todos los vientos, a unos setenta metros de altura y resguardado del sol, en sus rincones frescos, pasan las tardes del estío, con una temperatura primaveral que para sí quisieran todos nuestros puertos del Norte.

Quién iba a decir que a setenta metros sobre el nivel suelo, entre vientos, sones de campanas, jóvenes estudiantes, profesores y lecturas de libros, el calor del tedioso verano salmantino se rinde a la frescura atlántica de una torre.

El campanero señala las paredes a su alrededor:

Los visitantes dejan grabados en las piedras nombres y más nombres. Sobre los ventanales del campanario cada campana lleva también el suyo. Todas han sido bautizadas solemnemente y tienen, es decir, tuvieron, su madrina. Ahí tiene usted esa primera se llama San Miguel; la otra San Francisco; la que sigue, San Diego; la de más allá de los Muertos… El nombre de esta campana explica por si sólo su misión. Se toca únicamente cuando en la Catedral hay que doblar por la defunción de alguna dignidad. La Santa Bárbara, la Santa María, los dos Feriales, las Chilejas o Pascualejas…

Asediados por todos esos nombres grabados en la piedra de gente que ya no vive, las campanas que han perdido ya a sus madrinas, y con la angustia aún en los pulmones de subir escaleras tan enrevesadas, cuesta recuperar el aliento.

El primero que se sobrepone es el fotógrafo, que tiene prisa por tomar una instantánea de la ciudad desde lo más alto de la torre.

Fotografía

El redactor, que firma sus artículos como Jam, y el campanero y mariquelo, Nemesio Mesonero, «recostado sobre una de las bellas agujas que terminan las aristas de la torre» Fotografía perteneciente al archivo de prensa histórica del Ministerio de Cultura

Hay que seguir subiendo:

Alcanzamos la rotonda en una de cuyas paredes se abre el ventanal que da cabida al monstruo de acero. “María de la O”, la campana que desde pequeñitos constituyó nuestra obsesión y asombro, se pone al alcance de nuestras manos. Un golpecito en su casco inmenso de acero, produce vibraciones argentinas que duran y se prolongan durante largo rato. El golpe dado con el badajo, hace retemblar la armadura de la balaustrada que rodeando la pared, permite dar la vuelta a la rotonda. En el centro se abre el pozo que da al patio de campanas, que queda muy por debajo de nuestros pies.

Impresiona esta balaustrada interior alrededor de un vació con el patio de campanas en lo más hondo. E impresiona la silueta de María de la O recortada en el horizonte.

María de la O, campana de la torre de la Catedral de Salamanca. Fotografía Amalio Gombau

Contraluz de «María de la O, el monstruo de bronce, cuya vibración hace temblar el edificio inmenso que la soporta» Fotografía perteneciente al archivo de prensa histórica del Ministerio de Cultura

Mientras Gombau impresiona la película con espectaculares vistas, el campanero y el redactor hablan de un rayo que cayó en la torre el 2 de mayo de 1705:

prendió fuego al campanario y arrojó a la calle la campana del reloj.

Hablan también del terremoto de Lisboa  que sacudió a la catedral en 1758

obligó a apuntalar la torre y a reforzar su base haciendo perder esbeltez a este inmenso obelisco en cuya punta casi nos encontramos.

Recuerdan un incendio acaecido el 5 de julio de 1900:

Serían las siete de la tarde cuando algunas personas se fijaron en que de la torre de la Catedral y del piso de las campana denominada María de la O, surgía una columna de humo que por momentos se agrandaba, hasta envolver en sus sombras toda la parte superior de la torre.[…]

 

Instantáneamente, Salamanca entera supo que su iglesia mayor corría peligro y breves minutos bastaron para que toda la ciudad acudiera al sitio del peligro y se tratara de comenzar los trabajos de salvamento.[…]

 

después de dos horas de lucha heroica por parte de los obreros en las que mil veces pudieron perder la vida, logróse dominar el fuego, sin que pasara del campanario interior.

 

Desde abajo, el espectáculo era imponente y trágicamente hermoso. Llamas enormes surgiendo por todos los huecos de la torre la iluminaban fantásticamente y la prestaban aspecto semianimado; algunos hombres, semejando pigmeos, luchando arriba contra el siniestro, cubos de agua subidos por cuerdas a altura grandísima y que sólo para evidenciar la buena voluntad de todos podían servir, y abajo, en la sombra, Salamanca entera contemplando ansiosa la tremenda lucha.

 

A la diez, el fuego se dominó, y aunque no apagado completamente, dejó de constituir peligro serio.

La animada conversación entre el redactor y el campanero se centra ahora en María de la O. Ambos la miran. Inmensa.

María de la O fue subida con maromas de seda, únicas capaces de soportar las cuatrocientas arrobas que pesa.

Con la entonación de los secretos el campanero manifiesta también que cree se conservan todavía aquellas maromas.

El fotógrafo interrumpe la charla. Insiste en subir un piso más. Subimos con ellos.

Alcanzamos el pasillo de las cuatro veletas. Se llama así porque las cuatro agujas que se alzan en los ángulos de la balaustrada están coronadas cada una por una veleta. Desde aquí capta el fotógrafo su ansiada vista de la ciudad.  La que encabeza estas líneas.

A 80 metros o más sobre el suelo, el redactor poeta capta también su fotografía:

A nuestros pies, apoyado sobre la balaustrada de piedra que por el exterior rodea la torre, la ciudad, inmensa desde estas alturas, yergue las agujas de sus campanarios, muestra la policromada urdimbre de los techos, dibuja las tortuosidades de sus calles, en un horizonte limpio e infinito. A nuestras espaldas, el Tormes parece lamer los cimientos de la Torre, y los arrabales están a punto de ser alcanzados con la mano.

Es hora de descender. De abandonar las alturas donde se agita el aire fresco y los sueños, hay que pisar suelo y abandonar el refugio de la torre. Lo hacemos en silencio, prestando atención a las escaleras de caracol. En la plaza de Anaya, el reloj de la torre nos despide. Se hace tarde, es casi la hora de cenar, aquí abajo vuelve a agobiar el calor, la falta de aire, la realidad  y mañana nos espera otro día difícil. El campanero ha desaparecido en el interior de la torre. El redactor y el fotógrafo se alejan Rúa adelante.

*Entrada actualizada el 13 de julio de 2024

BIBLIOGRAFIA

  • Historia de la ciudad de Salamanca. Bernardo Dorado
  • El Lábaro: diario independiente: 6 de julio de 1900,  2 de diciembre de 1901, 18 de abril de 1905, 19 de septiembre de 1906,
  • El Salmantino  periódico semanal: 17 de abril de 1918 abril
  • El Adelanto: 25 de mayor de 1912, 17 de noviembre de 1913, 11 de julio de 1926
  • Libertad: 24 de abril de 1913,

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