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El pasado mes de abril llegó a Amazon la nueva edición de Pasos en la escalera, una novela en la que nada más abrir el libro un personaje toma la decisión de saltar por la ventana y luego pasan cosas…

La nueva edición de Pasos en la escalera hacía necesario revisar la anterior —la novela  ya se había publicado en 2015 por una editorial que ya no existe—. Así que me ajusté el cinturón de herramientas y me adentré en el edificio viejo, frío y sin ascensor en que se desarrolla la historia, decidida a revisar el interior de la novela para facilitar en todo la vida de los personajes. Porque eso es lo más importante de cualquier novela, que los personajes vivan con facilidad.

Lo primero que hice fue quedarme largo rato mirando esa ventana abierta por la que uno de los personajes se lanza al vacío.

El vacío.

Ese enorme vacío.

Y me tuve que sentar allí mismo, sobre el asfalto oscuro de esa calle de novela. Dudé. Dudé mucho y muy seriamente: ¿Y si lo cambio todo? ¿Y si ningún personaje salta? Puedo hacerlo porque —como dice Eliott en la película E.T.— tengo poder absoluto.

Y justo entonces fue cuando la Nota Final, que acompaña a esta nueva edición de Pasos en la escalera, se me echó encima como un tsunami, me arrastró lejos del edificio, y me tuvo distraída escribiéndola hasta que se me pasó la fiebre de cambiarlo todo.

Cambiarlo todo. ¡Nada menos! Como si por hilar frases con menos o más fortuna fuera posible cambiar la historia o el vacío.

Ese enorme vacío.

Así que no. Lo cierto es que no tengo poder absoluto. Por todo ello la nueva edición de Pasos en la escalera llega a Amazon con algunos cambios, pero no grandes cambios.

Acabo de confesaros que no tengo poder absoluto sobre lo que escribo. Pero cuando escribía Pasos en la escalera yo era joven y creía que sí. Sufría de cierta ingenuidad parecida a la de Eliott, que se creía en su película tan fuerte como para proteger a su extraterrestre querido. Tal vez por eso el argumento de Pasos en la escalera tiene cierta deriva metanovelera, que ¿quizá? raya un poco en el gamberrismo literario.

Y no me arrepiento.

Porque Pasos en la escalera nació justo por eso y para eso. Para enfrentarse al vacío, al enorme vacío, con esa ingenuidad gamberra que ya he perdido pero que sigo decidida a defender. Quiero que sepáis que sigo estando completamente de acuerdo con Pasos en la escalera y con el desarrollo de sus acontecimientos. La novela y yo vamos juntas en esto. La suerte está echada. Lo que sea, sea. Aceptaremos lo que se nos venga encima sin cambiar una coma de esa deriva metanovelera ingenua y gamberra. Así que en esta edición de 2023 la novela sigue siendo la que era. Casi todo está igual. Y lo importante, exactamente igual. En Pasos en la escalera hay una ventana, hay un gran vacío al otro lado de las ventanas y gritos al final de la primera página de la novela:

—¡Se ha tirado! ¡Dios mío, se ha tirado! ¡Una persona se ha tirado desde el edificio viejo!

Después de semejante salto al vacío —también antes—  pasan cosas… La novela y yo sabemos bien que ahí nos la jugamos. Pero ya he dicho que vamos juntas en esto. Estamos muy convencidas de lo que hicimos.

Y ahora que ya sabemos lo que no ha cambiado en Pasos en la escalera, pasemos a los cambios.

Si alguien que leyó la novela en 2015 se acerca en la actualidad al edificio donde transcurre la historia, lo primero que llamará su atención al abrir la puerta de entrada es un calendario.

—¿Y esto? Esto antes no estaba aquí —se dirá el lector de 2015 y con toda la razón.

La vieja estructura en dos partes de Pasos en la escalera ha desaparecido. Porque era insuficiente. En su lugar, la novela ahora tiene fechas. Porque saber qué día vives es básico. Y porque si vas a saltar en el tiempo, da igual cuánto o hacia dónde, no puedes dar nada por supuesto. Hay que avisar a la gente para que ocupen los asientos y se abrochen el cinturón. En 2015 todo esto no lo dejé muy señalizado y a principios de 2016 se perdió un señor. Para que no pase de nuevo, los personajes y yo hemos inventado un calendario y hemos intentado que sea bonito. Ojalá lo hayamos logrado.

Dejando a un lado la estructura, el cambio más grande de la novela es pequeño. Exactamente del tamaño de una abeja. La vi volar entre líneas una tarde. Levante los ojos de la pantalla del ordenador y pensé:

¿Una abeja? ¿En serio? ¿Es una abeja? ¿Cómo es posible que haya una abeja en esta escena y que yo no la haya visto hasta ahora?

Sólo tenía dos opciones:

a-) Hacer como que no la había visto y dejar las cosas como estaban. Total, sólo es una abeja. Tampoco va a venirse abajo el edificio por una abeja.

b-) Contar lo que estaba sucediendo delante de mis narices.

Y a mí lo que me gusta es contar.

Así que si leéis la novela a lo mejor escucháis el zumbido de una abeja. O no. No lo sé. Lo del zumbido la verdad no me ha quedado muy claro… Si averiguáis algo vosotros agradecería información. Muchas gracias.

Los que no habéis entrado aún en el edificio no sabéis que en el ático viven dos lunáticos. Son hermanos. Una tarde del pasado febrero que estábamos de bajón, quiero decir que estaban de bajón ellos dos pero también yo, se pusieron a charlar conmigo. El desánimo aúna mucho, es lo que tiene, y terminaron contándome la historia familiar. Aquella conversación terminó salpicando a la novela con unas breves pinceladas sobre un bisabuelo, y sobre la inevitable genética que nos persigue a todos como una maldición, o bendición según los casos, porque hay gente con muy buenos genes. No es el caso de mis amigos del ático. Ni el mío aunque bueno esto es otra historia que no viene nada al caso. Hay que ver, estos del ático siempre me hacen hablar de más, vaya por dios.

Mejor vamos bajando las escaleras.

Pasos en la escalera de Laura Rivas Arranz

A la estudiante del sexto no la vamos a molestar porque bastante lío tiene ya. Además, os confirmo que ni en su piso ni en el quinto ni en el cuarto ni en el tercero ni en el segundo ha habido cambios que merezca la pena reseñar.

En el primero sí. Los que no habéis entrado antes en el edificio tampoco sabéis que en el primer piso vive una anciana. Se llama Catalina. La Catalina de 2015 y la de 2023 son las mismas pero no son la misma. La juventud es atrevida e ignorante y cuando yo escribí esta novela era joven. Me puse a escribir a Catalina sabiendo muy poco de la vejez, todavía menos del miedo a la soledad —aunque yo pensara que sí— y nada en absoluto de pérdidas de memoria. Me limité a trasladar al papel lo que desde mi rabiosa juventud me parecía ver. Y la miopía con la que miraba yo entonces a Catalina ahora sé que era colosal.

Desde que escribí a Catalina ha transcurrido mucho tiempo. Cuando veintitrés años te pasan por encima casi como una manada de mamuts, te cambian los puntos de vista y focalizas de otra manera. Por eso, cuando a principios del pasado enero releía Pasos en la escalera. Me quedé de piedra. Me enfadé tanto conmigo que tuve que dar un capón a mi yo joven.

—¿Pero tú de qué vas, tía? —le dije a ella, quiero decir a mí misma —Has dejado a Catalina fatal. ¡Y no se lo merece!

No. No se lo merece.

Y por eso he intentado resarcirla un poco. Tampoco mucho porque, seamos francos, Catalina tampoco es la madre Teresa de Calcuta, aunque algo sí…, pero no del todo. En cualquier caso, desde luego ahora sé que no es la egoísta que pinté en el 2000 arrastrando el reuma por el edificio.

Para ser honesta del todo, tengo que confesar que el personaje de Catalina habría necesitado alguna reforma más. Porque ahora sé cosas, que antes no sabía, sobre la enormidad del drama de empezar a perder la memoria. Un drama tan grande que no me cabe en el primer piso de mi novela.

Bueno, sí que cabe. No voy a empezar a mentir cuando estoy casi al final de la entrada. La verdad es que aunque cabe y aunque a lo mejor habría estado incluso bien meterlo, no he querido hacerlo. Porque el drama es tan inmenso que da él solito para una novela entera, que no me apetece nada de nada escribir.

Así que la mala memoria de Catalina, quitando alguna pincelada de poca monta, queda como estaba. Un apunte muy ligero, que sirve de sobra a los propósitos de la novela, pero que ni siquiera señala la sima que se abre bajo los pies de mi vieja, y cada vez más querida, Catalina. Porque bajo ningún concepto quiero meterla a ella ahí ni tener que meterme también yo con ella. Al menos que en la novela, aunque sea por los pelos, escapemos. Hurra.

Y hasta aquí los cambios de los que creo que debo dar cuenta. El resto son tan diminutos que no se ven ni tampoco merece la pena destacarlos.

Ya sólo me queda invitaros a conocer este edificio viejo, frío y sin ascensor. Las escaleras son tan viejas como el edificio pero son seguras. No os dé miedo subir, porque estoy convencida de que no os vais a aburrir nada. Podréis estar en desacuerdo con algunos acontecimientos, pero aburriros no os vais a aburrir. Pasan muchas cosas en la novela. Pasan por dentro. Es una novela de interiores.

Los personajes os van a abrir las puertas de sus casas de par en par. Son buena gente y están tan nerviosos como yo. Porque aunque es verdad que no somos primerizos porque la novela ya se publicó en 2015, ya os he dicho que en aquel momento tuvo tan pocos lectores, que este lanzamiento de 2023 es un poco una segunda primera vez. Con los miedos —elevados al cuadrado— que implican todas las segundas primeras oportunidades.

Para terminar la entrada, ¿queréis subir conmigo un momento a la azotea del edificio? Ya sé que está quedando una entrada un poco larga, pero me gustaría mucho terminarla allí arriba.

En esta edición de 2023, el edificio de al lado está tres pisos más cerca del cielo que el viejo edificio en el que transcurre la novela. Y la verdad es que no sé muy bien por qué. Es uno de esos cambios que se te vienen de repente, se teclean casi solos, y te los tropiezas de pronto en la pantalla del portátil. No te los explicas, pero te gustan.

Así que en la edición de 2023, desde la azotea, parece que estemos tres pisos más lejos del cielo que en 2015. Y aún así, afirmo que desde esta azotea se ven ahora las estrellas casi igual que entonces. Y aunque la luna parece que esté un poco más lejos —tres pisos más lejos— brilla igual que en 2015, incluso igual que en el 2000. Cualquiera diría que desde aquí, todavía, parece que la luna se pudiera tocar. Subid si queréis. Es una azotea muy bonita.

Laura Rivas Arranz