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Amar, mentir, morir

En Lo raro es vivir, Carmen Martín Gaite cuenta la historia de una archivera que se enfrenta a la muerte; la de su madre.

(…) que se te muera la madre es siempre algo tremendo, ellas te han llevado nueve meses dentro de su cuerpo, lo mires por donde lo mires, y eso no se puede borrar de un plumazo. Se van y te dejan mutilada, a partir de ahí es cuando empiezas a envejecer.

Lo raro es vivir habla de la muerte pero trata de la vida. Del camino que emprende la heroína de la novela hasta lograr aceptar que no hay vida sin muerte, juventud sin vejez ni tampoco verdad sin mentira. Porque esta novela trata también sobre las mentiras. Las que nos contamos a nosotros y las que contamos a los demás. Mentiras que muchas veces son otra forma de morir.

La protagonista es una mentirosa. Miente a su pareja, a su abuelo, a su amiga, a un camarero, e incluso a dos señoras que pasaban por allí y se cruzan con la protagonista a la salida de un bar.

No eran mentiras piadosas ni de defensa, sino fatales, de esas que clavan alevosamente su aguijón de avispa. Luego escuece la roncha de repente y uno cree que ha tenido la culpa de algo.

La mentirosa protagonista quiere hacer una tesis doctoral sobre don Luis Vidal y Villalba. Otro mentiroso compulsivo del siglo XVIII, que por más esfuerzos que dedica a sostener sus muchas mentiras no logra evitar que —como pasa siempre— la verdad resplandezca al final.

Una novela que trata de las mentiras a la fuerza tiene que hablar también sobre el amor. El amor a la pareja, pero también el amor a los padres, el amor a los amigos… Ese caos de sentimientos: cariño, amistad, deseo, dependencia, necesidad, esperanza…, que como el viento varían de dirección y de intensidades, y que si se forma un temporal de silencios y mentiras pueden llegar a causar tremendos estragos. Silencios y mentiras, porque a menudo el silencio es lo mismo que mentir.

Contraponer la verdad al engaño es el juego por excelencia, aunque difícil: o nos engañamos o nos engañan.

Las mentiras las carga el diablo. Y si no que se lo digan al diablo de la novela, que no podía ser otro que el ex de la protagonista. Se lo encuentra en mitad de la calle, con «la cara pintada de betún y un casquete ajustado con cuernos».

Así es, sí, la heroína de esta historia, una vez, hace tiempo, se enamoró del diablo:

—¡Eres un asqueroso! —le increpé—. Y además no sé cuándo me has protegido ni me has consolado de nada. ¡No eras el del sueño!

La enorme ola de rabia que rompe contra ella al reconocer a su ex diablo, le descubre sin embargo el gran remedio contra las mentiras. A la mitad de la novela nuestra heroína ha encontrado el talismán que deja todas las mentiras desnudas y a la vista. Hablamos de la protección y el consuelo. Sólo quien te protege y te consuela te quiere de verdad. Lo demás son todo mentiras.

Basta inocular el virus de la mentira para que bajen las nieblas de la desconfianza para siempre. Mentir a una madre, mentir a una hija, mentir a un amigo, mentir a una pareja. Y tal vez confesar sea la única salida.

Le voy a contar a Magda que le metí una mentira y a pedirle perdón. Porque oye, no sé si me lo habrá pegado don Luis, pero últimamente miento mucho, casi sin darme cuenta, y a veces por tonterías, que es lo peor. Me pregunto cuándo empecé a mentir. De pequeña no mentía nunca.

Pero es que de casta le viene al galgo, porque el padre de la protagonista es otro mentiroso que engaña a su pareja actual y que seguramente engañó también a la madre muerta de la protagonista.

Gaite no nos muestra las mentiras con las que ese hombre contribuyó a infectar la relación con la fallecida, pero sí sus efectos —siempre devastadores—. Y lo hace con la que probablemente sea la escena más hermosa de la novela. La protagonista y su madre caminan por las calles de Tánger:

Cuando yo tenía siete años, vivimos un mes en Tánger, (…) Una tarde ella me llevó de paseo (…) Hablaba poco y creo que estaba triste como si no tuviera ganas de nada. Suspiró varias veces. «¿Por qué se suspira?», le pregunté yo. Antes de contestar se le escapó otro suspiro, y luego dijo: «Puede ser de pena, también de impaciencia o de miedo. Otras veces de alivio.» Pero no me miró al decirlo y entendí que no quería más preguntas; y también que de alivio no suspiraba. (…) Caminaba cada vez más despacio, mirando alrededor, y la presión de su mano en la mía se fue aflojando hasta que dijo entre dientes «no puedo», se detuvo y se agarró a la barandilla de una escalera. Para mí, Tánger es aquella escalera (…) Mamá se había dejado resbalar agarrada a la barandilla, cayó sentada en uno de aquellos escalones y cerró los ojos. Yo recogía el bolso y los paquetes que se le habían escapado de las manos, luego me arrodillé y empecé a darle besos y a llamarla por su nombre; no contestó. (…) No sabía qué hacer, pero estaba segura de que si me echaba a llorar todo estaba perdido, porque ella me había dicho muchas veces que en los momentos de verdadero peligro lo peor es llorar, y además lo sabía por los cuentos. También sabía que no podía apartarme de allí porque la estaba protegiendo, que mi sitio era ése, nunca en mi vida he vuelto a saber con tanta certeza que estoy donde tengo que estar como aquel atardecer en Tánger junto a mi madre desmayada que sólo podía depender de mi, de mi fe en la suerte.

No cuento el desenlace de la escena —hermosísimo también— porque hay que leer la novela. Pero ahí tenemos a una niña de siete años ofreciendo a su madre lo fundamental en cualquier relación amorosa sincera: la protección y el consuelo. Una protección y un consuelo que a esa madre, envuelta en suspiros e infelicidad, le faltaban y necesitaba con extremada urgencia.

Portada cuaderno de la escritora Carmen Martín Gaite Lo raro es vivir

Fotografía perteneciente a los fondos de la Biblioteca Digital de Castilla y León. Archivo Carmen Martín Gaite

Martín Gaite plantea en su novela una interesante y muy premeditada posibilidad. Tal vez una relación que atraviesa crudos temporales de mentiras pudiera sobrevivir, si existiera cierto equilibrio en el arte del mentir. Porque si te tomas la libertad de engañar a tu pareja, tal vez deberías asumir que tu pareja también se está tomando la libertad de engañarte a ti. Las libertades terminan instalándose de forma recíproca porque más pronto que tarde donde las dan las toman.

Aquel «¡Uf!» fue como una cuchillada y me hizo imaginar lo inimaginable: que pudiera estar en la cama con otra mujer. Naturalmente no se lo iba a preguntar; quedó pactada desde el principio una total libertad en ese terreno, y sin embargo yo daba por supuesto que Tomás no hacía uso de ella. ¿Por qué? Era una seguridad temeraria y apoyada en el vacío. (…) ¿No llevaba yo varias noches con tentaciones de salir por ahí a ligar; acordándome de Roque o soñando con Ramiro Núñez? Eso por no ponerme a hacer repaso de otras infidelidades anteriores que quedaron más o menos inconfesadas. Aún no he adivinado si Tomás es celoso o no (…)«Para eso no hay leyes estrictas», dijo en una ocasión, «Yo, si te traicionara, te lo contaría».

Una libertad, exactamente igual para las dos partes de cualquier relación, podría muy bien ser otra de las claves que ayuda a que las relaciones fluyan. Uno nunca debería tomarse más libertades que el otro.

En fin, volviendo al dúplex (…) estaba y sigue estando por la zona del Bernabéu, era amplio y luminoso, tenía tres baños, dos entradas independientes y suficiente espacio como para vivir juntas sin tenernos que molestar una a otra.

Una vez comentado con él lo del dúplex me dijo que esa idea de las dos entradas independientes le parecía estupenda, una modalidad de convivencia muy bien resuelta incluso para matrimonios.

Martín Gaite siempre tan revolucionaria.

El gran peligro de las mentiras es que puedes perderte para siempre en sus laberintos. Ya nunca más será posible dejar de mentir y desaparecerás. Similar a morir.

—A veces pienso —reflexioné en voz alta— que se miente por incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres.

En la novela, ya desde el mismo título, Martín Gaite nos avisa de lo raro que es vivir. La vida —y también el amor, porque no hay vida sin amor, todos queremos a alguien — es un caos donde se mezcla la realidad, los sueños, las metáforas, las mentiras, los deseos, los silencios, las películas, las historias, los sucesos, las fantasías, los recuerdos…, y donde cada cual intenta abrirse camino como puede en medio de semejante espesura.

La calle abre otra perspectiva, ¿no lo sabes ya?, da pie para bajar a bosques inexplorados, es calle, pasa gente que también va perdida en su propia espesura.

Otra vez dando vueltas, siempre igual, perdida, sin saber por qué hago lo que hago, tomando indecisiones, qué pesadilla. ¿Cuándo despertaré?

En medio de este caos raro que es vivir, en medio de este revoltijo de sueños, mentiras, secretos, esperanzas, idealizaciones y metáforas, Martín Gaite nos ha ofrecido un talismán que tal vez pueda servirnos de guía. Si te cuidan: te protegen y te consuelan, si cuidas: proteges y consuelas, es de verdad. Y sé libre siempre, nunca te sometas.

¿Pero qué pasa cuando esto no se da, cuando te encuentras en medio de una relación donde el talismán brilla por su ausencia?

«El secreto de la felicidad está en no insistir», iba diciendo Gran Vía abajo; creo que es una cita de Gregorio Martínez Sierra, un autor que por lo visto le gustaba a mi abuelo, mi madre se había enterado de que a don Gregorio las obras se las escribía su mujer, María, pero no quería decírselo al abuelo para que no se disgustara.

«El secreto de la felicidad está en no insistir», no empeñarse en mantener relaciones muertas, donde ya no brillan la protección ni el consuelo o donde tal vez jamás brillaron. A las relaciones muertas, como a los muertos, hay que dejarlas ir.

Abandona toda esperanza. A los muertos hay que dejarlos irse.

Del dolor, del terrible duelo que produce la separación de los que ya no están a tu lado —ya sea por fallecimiento o porque salen de tu vida —, no se puede huir. Hay que afrontarlo a palo seco. Pero Carmen Martín Gaite también quiere lanzar una bengala, un aviso a navegantes que sufren el trance de un naufragio, que ven que su vida se hunde y sienten que de ésta ya no van a salir:

—No nos hundimos, ¿sabes? —le dije bajito—. Estamos saliendo. Y ella nos guía. Agárrate a mí.

Las cosas acaban por encontrar ellas solas su sitio, Rosario, es cuestión de tiempo, déjalas, y tú déjate flotar en el tiempo, ¿vale?, no manotees contra él.

Y es que Martín Gaite se niega a dar sólo una visión de la vida envuelta en la niebla, en la confusión de las mentiras, el dolor de los engaños y de las pérdidas. Carmen Martín Gaite es una escritora luminosa, que siempre trata de encender en sus lectores una llamita de esperanza que ayude a vivir.

Fotografía perteneciente a los fondos de la Biblioteca Digital de Castilla y León. Archivo Carmen Martín Gaite

Qué cara estamos pagando la exclusiva sublimación de lo sombrío y tortuoso, la excursión literaria por la boca del lobo (…) No eran sólo cuevas, ríos subterráneos, seres retorcidos por el tormento y lagunas tenebrosas lo que Virgilio y Rosario nos mostraban, sino también la brisa fría percibida al salir del encierro a la luz, una luz lejana e inabarcable de astros que laten en otro hemisferio y nos mandan sus rayos de esperanza.

No descubrimos el nombre de la protagonista hasta muy avanzada la novela, cuando por fin sale del temporal de mentiras, de excusas y de huidas y se reconoce a sí misma y a las personas de su alrededor. Por fin sabe a quién quiere, a quién quiso y por fin sabe quién la quiere, quién la quiso y quién no.

En medio de la espesura, de la confusión enorme que reina en esta vida extraña, no hay más opción que estar atento y explorar, para no extraviarse y perderse a uno mismo para siempre entre tanta mentira propia y ajena, para vivir de verdad y conseguir que no te den ni darte a ti mismo gato por liebre.

¿Dónde?» es la primera pregunta que formulé yo, la primera palabra con sentido que dije, «muy clarito, cargando el acento en la o y con mucho apuro, como si se te fuera la vida en saberlo, porque además no preguntabas por un dónde concreto, mirando a todos lados; eras tan cómica, parecía una investigación del mundo en general.

Tras el periplo vivido, tras esa investigación «mirando a todos lados», Carmen Martín Gaite regala a su exploradora y valiente protagonista un luminoso final. Ese momento donde parece que la realidad converge con los sueños, no hay mentiras en el horizonte y rozas la felicidad. Ese momento, extraño por su perfección, que hay que agradecer y vivir a conciencia y de verdad porque en este mundo nuestro tan loco, lo raro es vivir.

Las tres fotografías que ilustran esta reseña pertenecen a los fondos de la Biblioteca Digital de Castilla y León. Archivo Carmen Martín Gaite.


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