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Escribir una novela es fácil. Basta abrir el procesador de textos, hacer como que no ves el abismo blanco que se abre ante los ojos, y lanzarte con la esperanza de que todo va a salir bien.

Pero no sale bien.

Y hay que borrar y cortar un párrafo y a lo mejor pegarlo dos páginas más adelante, por si allí se salva. Y hay que borrar otra vez y volver a borrar… Miras el texto de cerca y de lejos. Hoy lo quieres, mañana lo odias. Un día te hace reír y otro te enfada tanto, que lo castigas a estar solo en la carpeta más triste de Mis Documentos.

Y afuera brilla el sol, llueve, hace frío, calor, sales, entras, la gente habla contigo, y hasta te ríes sin que se note que te escuece por dentro el archivo de la carpeta triste.

Entre reconciliaciones y peleas pasan los días, los meses y los años. Y cuando logras poner el primer punto final, sabes que sigue faltando algo. Y mueves errático el cursor por el texto, para comprobar sus constantes vitales. Porque da  miedo haber escrito un texto muerto. Lo revisas, lo cambias, lo amplias, lo resumes. Pero por más que lo auscultas, no hayas en los renglones indicios concluyentes de vida.

¿Estará muerto?… Tal vez. ¿Serán tan falsos los personajes que ni siquiera existan?… Tal vez.

Sólo hay una manera de saberlo con certeza: los lectores. Y cuantos más, mejor.

Ana María Matute, que sabe mucho de libros que viven y de personajes que nunca morirán dice:

Un texto no existe en tanto alguien no lo lea.

Y lo que escribe la Matute es la verdad.

No queda más remedio,  hay que aceptar que el archivo de la carpeta triste con su punto al final tal vez esté vivo pero aún así no existe. Porque la Literatura no la hace quien la escribe sino quien la lee. El lector que habla con el texto, le cuenta sus penas, sus alegrías, lo mezcla con sus recuerdos, con sus amigos, lo adapta a su forma y estampa su sello de propiedad: este libro es mío. Y el libro, que ya es suyo, empieza a decir cosas tan nuevas, que deja de importar lo que el escritor quiso decir y lo que el texto dijo al escritor.

El escritor boquiabierto atiende a las explicaciones que le regalan sobre lo que su historia quiere decir. ¿Será posible?, se dice a sí mismo. ¿Pero será posible…? El texto —¡por fin!— existe por su cuenta, habla por su cuenta. Está vivo. Es magia.

Por eso Ana María Matute dice:

Nunca nadie lee el mismo libro.

Y lo que escribe la Matute es la verdad.

El lector inventa cada libro. La lectura es creativa. Y si lo es, las diferencias entre escritor y lector se diluyen. Son iguales. Inventan, imaginan, crean, recrean.

Todos somos escritores porque no hay otra forma de sobrevivir. Porque la falta de narración nos sume en un estado incompatible con la vida. Nos contamos lo que nos pasa. Se lo contamos a los otros. Lo adornamos, lo cuidamos, lo fabulamos un poco. Metemos bajo una elipsis lo que preferiríamos dejar de saber y que nadie más sepa.

Carmen Martín Gaite, que sabe mucho de narrar y de vivir, dice:

Percha de cuentos somos, pararrayos de cuentos. Unos amigos te llevan a otros, unos cuentos a otros, todo se engancha y enreda. Es literalmente el cuento de nunca acabar […] Todos tenemos mucho cuento y que no falte.

Y lo que escribe la Gaite vive y además es la verdad.

Laura Rivas Arranz

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