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Mientras escribo estas líneas resuena a lo lejos el bullicio de la cabalgata. Sé cuándo pasa un rey mago porque las voces de los niños se elevan traspasando los fríos y las nieblas: ¡Melchor! ¡Melchor!

Esta noche es como aquellas noches cuando mamá te ajustaba el gorro, te anudaba bien la bufanda para defenderte con firmeza de todos los fríos, de todas las nieblas, y papá dirigía la expedición para ver a los Reyes Magos.

Por entre el gorro y la bufanda, veías pasar a los Reyes saludando en sus carrozas. Con suerte, algún paje te daba un caramelo acompañado de la pregunta: ¿Has sido buena? Tú asentías con la gravedad y el susto de los momentos solemnes, apretando el caramelo para que no se te cayera de la manopla, pero sobre todo porque no estabas segura de si ese año te habías portado bien:

—¡No seas mala, déjamelo!

—¡Que no!

Pero la inquietud se la llevaba enseguida la sonrisa blanca de Baltasar.

—¡Baltasar! ¡Baltasar! —gritabas. Y sin dejar de apretar el caramelo agitabas enseguida la otra mano para devolver el saludo al rey mago.

La víspera de Reyes te ponías el pijama con el convencimiento firme de que mientras dormías, tres reyes magos de Oriente vendrían a tu cuarto de estar, entrando por el balcón y metiendo en casa nada menos que a tres camellos. La fe tiene una relación inversamente proporcional con la edad. A menos edad, más fe y mayor fortaleza para sostenerla incluso contra las evidencias.

Los Reyes Magos son la primera verdad a medias que creímos del todo. Después vinieron más. La vida está llena de medias verdades  que creemos a ratos, a veces, algunos años o nunca más. Pero eso lo supimos después, cuando ya quedaban lejos aquella noches de magia y de fe que movía montañas y nos traía cada año desde oriente —con el lío que tienen allí…—  a los Reyes Magos.

Los Reyes Magos son nuestro primer contacto con los milagros.

—Pero qué dices, tonta. Si los Reyes Magos no existen. Son los padres.

Uy que no existen…

La noche de Reyes no era fácil dormir entre la ilusión, los nervios y la certeza de que los niños que no duermen se quedan sin regalos. Si escuchabas ruidos en medio de aquel insomnio feliz, sólo pensabas: ¡Ay madre, los reyes y los camellos! Y te escondías bajo la manta por lo que pudiera pasar.

Daba igual si a la mañana siguiente el tren eléctrico que pediste era una locomotora de plástico, pero de tu color favorito, que se movía sólo si tú la empujabas.

—¡Mamá, pero y cómo sabían los reyes que me gusta tanto el color azul!

—Porque son magos.

Claro, qué tonta, la magia de reyes.

Tal día como hoy en los tiempos de la magia y de los juegos, entre la emoción de los regalos descubrías tal vez un mensaje escrito en la esquina de una caja de juegos.

—Ahí pone tu nombre y el de tus hermanos.

—¡Hala es verdad! ¿Y esto quién lo ha escrito? Yo creo que Melchor.

—Mentirosa, lo ha escrito Gaspar.

—Qué mentira, lo ha escrito Baltasar.

—Da igual quién lo ha escrito. Lo que quiere decir es que estos juegos son de todos y que no se puede andar discutiendo si es mío o es tuyo.

Asentías con seriedad y mirabas otra vez el autógrafo de los Reyes. Te recordaba un poco a la letra de papá y pensabas con orgullo que tu papá tenía letra de rey mago.

Los Reyes Magos son los padres.

Pues mira, sí, al final aquel rumor era cierto. Los padres son Reyes Magos. Haciendo esfuerzos para que creyésemos en la magia. Eligiendo de tu color preferido una locomotora de plástico, para que resplandeciera más que el tren eléctrico que no tenías.

Los padres son los magos de la noche de reyes. Se esforzaron mucho por enseñarnos a tener ilusión y a creer imposibles. Una fe que ojalá nunca lleguemos a perder del todo.

¡Felices Reyes!

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