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Las Escuelas de la Vida se salieron del territorio de las metáforas y tomaron cuerpo en edificios con aulas, pasillos, conserjería y secretaría, Reconozco que cuando lo supe arrugué la nariz con incredulidad y desprecio.: Sí hombre, a estas alturas, qué me va a enseñar a mí esa gente…

Pero nunca digas de este agua no beberé.

La administrativa selló mi matrícula en el Primer Curso de la Escuela de la Vida más cercana a mi domicilio.  Detrás de las gafas no logró disimular el aburrimiento mientras yo le contaba que un día tuve que beber seguidos dos coma ochenta y cinco litros de agua mineral, para tragar la certeza de que morirse repentinamente impedía a mi padre volver a casa por la tarde. Las mil cuatrocientas veintiocho tardes que siguieron a aquella, cuando oía que se abría la puerta del ascensor, me invadía el desaliento al no escuchar a continuación sus llaves en la cerradura.

Ella me miró por encima de las gafas, me entregó las copias para el alumno de los impresos y no respondió nada a mi historia, tan parecida supongo a la de tantos otros matriculados. Vivir es tan difícil…

—Me convalidarán casi todo lo del primer año, ¿verdad?

La secretaria de la Escuela me miró otra vez por encima de las gafas, achicó levemente los ojos  y respondió un enigmático:

—Depende…

El año pasado, por fin, aprobé Soledad I. Este año llevo bastante al día Soledad II. He aprendido a vivir confortable y cómoda en mis soledades y no he vuelto a protagonizar huidas locas ni a tratar de extirpar a la desesperada sensaciones de aislamiento.

Pero decir adiós se me da mal.

Y es un problema importante, porque las despedidas son una troncal y las tengo muy atascadas.

En la introducción al temario, lo primero que abordan es El significado del verbo «Despedir». El epígrafe está lleno hasta reventar de connotaciones despreciativas:

  • Soltar
  • Arrojar
  • Apartar, etc.

Y eso es lo que yo no acabo de entender. Que periódicamente haya personas que nos suelten, nos arrojen, nos aparten, o que las soltemos, arrojemos o apartemos. Alguien que estaba a tu lado dice:

—Adiós.

O eres tú quien le dices:

—Adiós.

Y a continuación, dice el manual, cae una niebla espesa y fría que deslíe todo. Ocasionalmente lo condensa en alguna imagen —que no sea difícil de mirar— para ese álbum que coleccionamos todos. Esto en síntesis es lo que afirma el Tema Cuatro.

Mis nieblas deslíen poco y se lían mucho.

Quizá por eso durante mil cuatrocientas veintiocho tardes me extrañó tanto que mi padre muerto no metiera sus llaves en la cerradura.

Quizá también por eso, cuando mis tíos han vuelto de Buenos Aires, he extrañado tanto a mi prima de ocho años. Ha regresado con doce, acento argentino y sonriéndome sobrecogedoramente como a los extraños. La niña a la que cuidé tantas tardes, que creía en los Reyes Magos y el ratón Pérez, con la que fui capaz de regresar a los lejanos juegos de las hadas y el escondite inglés, desapareció para siempre en Buenos Aires. Tuve que respirar profundo y beber de un solo trago uno coma cincuenta y cinco litros de agua mineral, para aceptar que mi prima pequeña apenas me recuerda y yo no la reconozco.

Quizá también por eso, porque mis nieblas deslíen poco y se lían mucho, comparto vida con un extraño al que todavía llamo novio. Da igual si ha cambiado él, si he cambiado yo, si no ha cambiado nadie y el problema es que creí en él como creía mi prima de ocho años en los reyes y el ratón. Creí en un ente de ficción que me enamoró demasiado rápido. Da igual si la ficción la inventé yo, si la inventó él, si la inventamos juntos. Lo fundamental es que sigo en los alrededores de una relación que ya no está, que tal vez nunca estuvo, por si acaso vuelve…

Decir adiós se me da mal.

El Tema Siete y también el Tema Diez, que es un tema de repaso, abordan mi problema con mucha claridad: soy una Habitante del Pasado.

Cada mañana, después del café, aliento las apariciones de los fantasmas. Dejo que la mirada severa de mi padre muerto siga entrometiéndose. Permito que la niña extinguida para siempre en Buenos Aires vuelva a hacer carreras por el pasillo e imagine una playa en la cocina. Consiento que un ente de ficción, construido de palabras vacías que vuelan al menor viento, camufle al frío aguafiestas que ahora tengo al lado.

Pero lo peor, lo peor de todo, es que cada mañana, antes de salir, destapo maquillajes y me pinto a mí misma como si creyera que sigo siendo aquella chica que tenía un padre, una prima pequeña con la que jugar a las hadas, un enamorado que la cuida y los sueños llenos de pájaros.

No se me dan bien las despedidas.

Y es un problema.

Porque en la vida, nunca dejan de llover las despedidas. Tarde o temprano te cae encima el zarpazo del primer adiós y luego ya todo es llover. Ninguna asignatura más troncal que las despedidas. De personas, de lugares, de mascotas, de labores, de aficiones, de ilusiones, de sueños… La lista es tan interminable que el Tema Catorce —que es el más largo— aborda sólo a título de ejemplo las más representativas.

Hay que aprender a decir adiós. A decirlo con la convicción serena de lo inevitable. Vaciando cuanto antes los ojos de lágrimas, para mirar con iluso optimismo el futuro. Perdón. Me he equivocado; donde pone «iluso» hay que leer “ilusión”. Siempre me equivoco. Se me da mal esta materia.

El Tema Dieciséis está escrito con frases cortas, claras y adjetivación positiva. Porque ése es el espíritu que debe latir en cualquier adiós. Breve, claro y positivo. Levantas la mano hacia el cielo y la agitas en el aire:

¡Adiós!

Con firmeza y la convicción serena de lo inevitable.

*Cuento publicado en octubre de 2016. Corregido el 21/5/2024

*Fotografía: bacnk90, pixabay.

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