Cuando el mundo conoció a Andrea, la protagonista de la novela Nada de Carmen Laforet, corría el año 1945. España estaba inmersa en la posguerra, rodeada de una guerra mundial que aún no había acabado, y vivía los primeros años de un franquismo que duraría décadas. Eran tiempos oscuros que, hasta cierto punto, no tienen ya tanto que ver con nuestros tiempos, aunque todas las épocas tienen su oscuridad.
La primera vez que entré en el piso de la calle Aribau de la mano de Andrea fue a finales de los años ochenta. Yo era un poco más pequeña que Andrea, tenía sueños parecidos a los suyos y me sentía tan desorientada, tan perpleja y tan bicho raro como ella.
Aquella lectura de Nada fue voluntaria. En esa época, la novela de Carmen Laforet no era lectura obligatoria del Bachillerato. Llegó a mis manos por el mismo conducto por el que me llegaron tantos libros; por recomendación de mi madre.
—Esta novela te va a gustar, ya verás.
Y me hice amiga de Andrea. Los acontecimientos a su alrededor supongo que me confundían tanto como a la protagonista, no recuerdo mucho mis impresiones, salvo que me gustó.
Lo que sí recuerdo bien es que al estudiar la lección sobre la novela de los años cuarenta y cincuenta, en mi libro de Literatura de C.O.U, leí con asombro las cuatro líneas que dedicaban a la novela de Laforet. Me sorprendió mucho que aquella historia, que a mí me había gustado tanto, describiera en realidad el desarraigo, las penurias, la deriva existencial de una posguerra que a mí me quedaba muy lejos.
Yo había leído Nada sin pensar en la Historia de España ni en Franco ni en la posguerra ni en la burguesía ni en los trabajadores. A mí me había encantado Nada porque Andrea me comprendía de tal modo que parecía amiga mía. Me estaba hablando a mí de mis problemas. De las ilusiones de empezar algo nuevo, de no tener amigos en clase, de sentir que no llevas la ropa adecuada, del fastidio de tener que acompañar a tu tía en un paseo, de la extrañeza que producen los comportamientos de los adultos, de la rebeldía a su control, de la confusión de sentimientos y de lo volubles que son, de los olores de la calle que empujan a la libertad.
Al mismo tiempo que me contaba mi historia, Andrea me dejaba asomar a lo que ella empezaba a intuir. Que hacerse mayor no es la panacea, que el primer beso puede ser repugnante, que el amor no es lo que más une a las parejas, que la decepción está a la vuelta de la esquina, que los monstruos existen y lo peor es que tienen pinta de personas, incluso sensibles y violinistas. Que cada día de tu vida es una lucha contra todo y contra todos para intentar ser lo más libre posible. Todo esto seguramente me lo dejó intuir también a mí Andrea en mi primera lectura de su novela, aunque entonces yo no supiera ponerlo en palabras.
Estos días he vuelto a releer Nada. Desde aquella primera lectura han transcurrido los años. Hemos cambiado de siglo. Ahora, que tengo edad de sobra para ser madre de Ándrea, al abrir el libro de Carmen Laforet ya no es posible sustraerme a su contexto histórico. Ya no puedo leer Nada sin pensar en la trascendencia de su carga explosiva. En cómo la joven escritora va destruyendo uno a uno los mitos, sobre todo femeninos, con los que la dictadura franquista doraba la píldora a los ciudadanos. Las mujeres adultas de Nada no obtienen las felicidades prometidas del matrimonio, ni encuentran su realización personal en la maternidad ni en la vida doméstica. La miseria campa a sus anchas por el flamante régimen del general Franco.
Sin embargo, la censura franquista no formuló la menor objeción a la novela de Carmen Laforet:
Novela insulsa, sin estilo ni valor literario alguno. Se reduce a describir cómo pasó un año en Barcelona en casa de sus tíos una chica universitaria, sin peripecias de relieve. Creo que no hay inconveniente en su publicación.
El censor no encontró inconveniente en publicarla porque cayó en la trampa de la joven escritora. Uno de los grandes valores literarios de Nada es que su protagonista no juzga, no opina, sólo va haciendo inventario de los hechos que suceden a su alrededor, con la misma perplejidad con la que cualquier adolescente mira su entorno. El censor debió de estar muy de acuerdo con el final de Nada. De las experiencias vividas por Andrea el españolito no va a llevarse nada. Así lo creyó el censor entonces…
Es verdad todo lo que decía mi libro de texto del Bachillerato. Nada muestra la decadencia de la posguerra, su corrupción, cómo la vida iba a peor, cómo se incorporaban a la pobreza clases anteriormente pudientes. Se extendía la miseria en España. Crecían tanto las diferencias entre ricos y pobres, que la casa de Andrea y la de Ena parecían pertenecer a universos diferentes separados por distancias galácticas, aunque las dos chicas vivieran cerca y pasaran la mañana muy juntas compartiendo mesa en la universidad.
Por desgracia hoy no podemos decir que nos hayamos librado de la pobreza. También hoy, a pesar de todo, a pesar del estado de bienestar que no alcanza a todos, habrá lectores, algunos jóvenes y estudiantes como Andrea, que se reconocerán terriblemente en el hambre salvaje de la protagonista. Ahí tenemos las colas del hambre en los telediarios que todos vemos a la hora de comer…
Pero aunque aquel retrato social aún encuentre ecos en nuestra época, no es esta plasmación de la miserable realidad socio política del tiempo en el que Nada se escribió lo que hace de la novela una obra grandísima e inmortal.
Nada es un clásico de nuestra literatura, de la literatura universal, porque tiene la asombrosa capacidad de seguir contándonos nuestra vida por más años que pasen. Generaciones después de la escritora, la novela está llena de actualidad.
Los lectores que hoy y mañana se adentren en esta novela seguirán reconociéndose en Andrea, en sus sueños y en sus decepciones. Por más años que pasen, los lectores de Nada seguirán sumergiéndose en la vida vibrante que Carmen Laforet supo insuflar a su novela.
Porque ese viaje que emprende Andrea, desde la ilusión luminosa adolescente hasta la polvorienta realidad adulta, lo seguimos recorriendo todos. Y porque aún así, una chispa de ilusión sigue animándonos —o debería— cada vez que hacemos la maleta sabiendo que es hora de empezar de nuevo.
Cuando Andrea se marcha de nuestras vidas y de esa casa de la calle Aribau, el lector joven no puede evitar decir:
—Bien hecho, Andrea, ahora sí vas a ser libre, mucha suerte, amiga. Creo que te irá bien.
El lector más maduro sospecha sin embargo que ese cariño que Andrea siente por su cuñada Gloria pesará; que la loca de la abuelita, que se quitaba de comer para dárselo a Andrea, también pesará; que las ataduras con la calle Aribau no van a desaparecer por mucha tierra de por medio que ponga Andrea. Pero aún así, tampoco los lectores adultos podemos evitar cerrar el libro sin decir:
—Mucha suerte, amiga. Creo que te irá bien.
De eso están hechos todos los nuevos comienzos, de esperanza. Esto es lo primero que mete Andrea en la maleta antes de marcharse. A pesar de estar casi segura de que:
unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme.
A pesar de ello, a pesar de toda la oscuridad, de toda la decepción y hasta el horror que ha experimentado Andrea, lo primero que la maravillosa adolescente de Laforet mete en su maleta son la esperanza y los sueños. Exactamente eso que todos nosotros deberíamos tratar de conservar cada vez que nos toca hacer borrón, maleta y volver a empezar. Y creíamos que Andrea no se llevaba nada.
*Fotografía: portal de archivos españoles PARES del Ministerio de Cultura
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Qué ilusión que me dejes un comentario por aquí!!! muchísimas gracias 💓 Sí, los fantasmas son así de traidores, parece…
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De acuerdo contigo en todo, Carlos. Para mí también mi campo de expresión preferido es la literatura, y la verdad…
Muy interesante el artículo. Me quedo sobre todo con la reflexión sobre que un artista raramente puede llegar a saber…
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