Se apaga un relámpago y la casa entera vuelve a hundirse en la oscuridad. Los ruidos del cuarto de atrás desaparecen en el estallido de otro trueno. Sostengo la linterna con firmeza y me hago fuerte en el rincón del teléfono.
He colgado descorazonada. Los técnicos de la compañía eléctrica trabajan ya para restablecer el suministro, pero me lo ha dicho una voz grabada con la que ha sido imposible compartir ninguno de mis miedos: que la luz tarde en volver y yo deba aprender a sobrevivir en la oscuridad; que sigan los ruidos extraños del cuarto de atrás. Golpecitos irregulares que…, sí…, otra vez los escucho…
Me pongo a caminar sin dirección, nerviosa. Tropiezo con la mecedora de mi abuela muerta. Me siento para no caer. La linterna enfoca el perfil rocoso de una isla al óleo, abandonada en un mar de lienzo en blanco que imagino embravecido. Otro relámpago ilumina la habitación. Todas las mañanas me levanto pensando que hoy será el día en que me armaré de tubos de pintura, aguarrás y me haré a esa mar de lienzo con todas las consecuencias. Pero me falta valor. Puede que no sea capaz de salir a flote.
En medio de un trueno, me mezo adelante y atrás, adelante y atrás, como la abuela cuando ya había perdido la cabeza y miraba fijamente sus alucinaciones…
Los ruidos extraños del cuarto de atrás suenan otra vez.
—¿Lo oyes, Fabián?
Se lo pregunto en voz alta, como si Fabián no estuviera a cuatro barrios de distancia y de verdad pudiera oírme a mí y a los ruidos del cuarto de atrás.
Me he decidido a simular que Fabián está aquí conmigo para que los relámpagos, los truenos, la oscuridad de la casa, el mar de lienzo embravecido y los golpecitos irregulares del cuarto de atrás crean que no estoy sola.
Guardo silencio. La casa también se calla. Un relámpago entra por las ventanas. Escucho, pero a continuación sólo hay silencio absoluto. Como si invocar a Fabián ahuyentara tempestades y ruidos extraños del cuarto de atrás.
Podría mandarle un mensaje o llamarle, contarle el miedo que me está dando esta tormenta.
A la luz de otro relámpago decido que no es buena idea. No veo a Fabián saliendo en plena noche de la comodidad de sus zapatillas para desafiar tormentas, conduciendo bajo el granizo hasta mi puerta, haciendo acto de entrada en mi piso, para afrontar juntos esta oscuridad tormentosa y estos ruidos misteriosos del cuarto de atrás, que…, sí…, otra vez los escucho. ¿Qué son? ¿pero, dios mío, qué son?
Los cristales de las ventanas vibran con la explosión de un trueno tan grande, que desbloqueo instintivamente el móvil para contemplar el nombre de Fabián y su foto de perfil. Me ilumina otro relámpago y abandono definitivamente el teléfono en la cómoda. Me da miedo averiguar hasta dónde está Fabián dispuesto a mojarse.
Un estruendo en el cuarto de atrás me detiene el pensamiento y la respiración. No puedo seguir desoyendo los ruidos del cuarto. Dirijo la linterna a la oscuridad del pasillo. Respiro profundo y camino.
El roce de algo vivo contra la puerta cerrada del cuarto de atrás me deja helada. Debería retroceder y escapar de esta casa inquietante llena de ruidos oscuros. Pero tengo el estómago encogido y un frío tan grande doliéndome en los riñones, que soy incapaz de caminar en ninguna dirección. Estoy paralizada.
Oigo un sollozo dentro de la habitación. Tiembla la luz de la linterna contra la puerta del cuarto de atrás. Vuelve a resonar un llanto fantasma de niño. Fantasma, sí, ha sido un fantasma porque a esta casa inquietante no le quedan ya niños. Me asusto tanto que me desoriento y en lugar de huir me lanzo a abrir la puerta, como un suicida que lo diera ya todo por perdido: total, qué más da…
Un bulto sombrío salta sobre el haz de mi linterna. Estoy a punto de dejarla caer, pero logro sobreponerme y enfocar la sombra que escapa pasillo adelante. La identifico. Platón, diecisiete años, leve cojera en la pata trasera derecha, y el carácter más insufrible que pueda tener un gato doméstico. Me alivia tanto que los ruidos extraños hayan sido obra del gato de la vecina, que el relámpago que se cuela por los ventanucos del pasillo no me afecta en absoluto. Se me destensan tanto los músculos que las piernas se me doblan y tengo que sentarme en el suelo.
—¡Platón, gato malo! ¿Por dónde has entrado, eh?
Se lo pregunto a la oscuridad del pasillo. El gato malo oculto entre las sombras no pronuncia el menor maullido.
—¡Platón, bonito! No te escondas y me des otro susto …
Se lo he suplicado.
No se ha conmovido.
En medio de un trueno salgo en su busca.
Lo descubro junto a la mecedora. Arquea el espinazo mirando fijamente algo que llama su atención y que yo no puedo ver. Platón está gruñendo al rincón vacío donde se le aparecían a la abuela sus alucinaciones.
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Oh, no eran alucinaciones… Y el rincón no estaba tan vacío 🥴
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