He salido de casa para quitarme al aire el calor del radiador y el parpadeo del fluorescente. El cielo está atiborrado de pájaros. Hace sol.
Es tarde para evitar a una vieja que desde hace meses pide dinero en lengua desconocida y te escupe maldiciones cifradas si pasas de largo.
Apenas debe de llegarme por el hombro. Unos hilillos de pelo gris se escapan del pañuelo negro que le envuelve la cabeza. Despide un estribillo malsonante que no comprendo pero que me paraliza las piernas y no soy capaz de avanzar. La espero acobardada.
Viene balanceando unos faldones negros largos que deben de ocultarle unos pies.
Me enseña la palma de una mano semioculta bajo la manga de un chaquetón deforme de lana negra. Los ojos, medio cubiertos de arrugas, me dedican apenas un segundo y se concentran luego en otras visiones sin dejar por ello de acorralarme.
Le pongo cincuenta céntimos en la mano, como si en la calle las bendiciones se saldaran a mitad de precio de un “todo a cien”. Sin remedio, doy la espalda a una tromba de malos deseos intraducibles.
En el cielo sin nubes los pájaros hacen exhibiciones de vuelo sincronizado.
Yo hago como si no me importara llevar colgadas del abrigo las maldiciones de la vieja.
¿Y si me las merezco?
*Imagen de Monstera Production. Pexels
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