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Cuando de niña imaginaba el futuro año 2000, que entonces sonaba tan lejano como Plutón, miraba al cielo y veía coches voladores, robots en todas las casas, lecciones de geografía en pildoritas para no tener que estudiar los afluentes y los cabos…

Si en aquellos tiempos, un viajero del futuro hubiera llegado a la plazuela de los Bandos —donde yo jugaba de niña a la salida del cole—, a bordo de por ejemplo un patinete eléctrico, y nos hubiera contado a las niñas allí reunidas que en el siglo XXI hay libros sin hojas, habríamos estallado en una carcajada general mirando de reojo —eso sí— el patinete, aunque sin terminar de entender la diversión de estarse quietecito a bordo de un patinete que lo hace casi todo por ti.

Al libro digital le pasa algo parecido que al patinete con motor. Que lo lees, lo disfrutas, te gusta pero le falta peso. Terminar de leer un libro y no poder sopesarlo en la mano, no poder medir la gravedad de las emociones vividas, de las conclusiones sacadas, de las decisiones tomadas, del peso de la amistad que te une ahora a los personajes, a los que quizá hasta echarás algo de menos los próximos días, es como cuando cuaja la nieve y las circunstancias que te rodean impiden que salgas a pisarla. Está todo precioso, pero te falta el ruido de la nieve bajo las botas, el tacto frío a través de los guantes, te falta hasta el resbalón que si no tienes suficiente equilibrio te hará caer, porque es lo que tiene ir por la vida sin medir la gravedad de las cosas.

El libro electrónico es bonito, pero ni pesa ni huele ni decora la estantería de la habitación. Tiene, eso sí, la ventaja absoluta de aumentar el tamaño de la letra, esos días que la vida no te da ya para volver a levantarte e ir por las gafas que dejaste en la mesa de la cocina. Y esto, con el paso de los años, es un plus innegable.

Pero eso de que los libros digitales nunca se descatalogarán, que gracias a ellos siempre encontrarás un ejemplar del título que buscas, es una afirmación tan fiable como los adverbios más trileros de la gramática española: los “nunca” y los “siempre”. Que suenan maravillosos: “Siempre te querré”, “Nunca te olvidaré», pero al final, que si las vueltas que da el planeta o vete tú a saber, la gente se olvida, las personas dejan de quererse y los libros digitales se descatalogan. Si cierra la web que los aloja, estarán tan desaparecidos como sus agotados hermanos de papel.

Por eso, porque “nunca” y “siempre” duran menos que un suspiro, porque los libros digitales también se mueren, y porque a la niña que fui parece que le da risa pensar en libros sin hojas, se me ha ocurrido pasar Rompecabezas al papel. Y bueno, también ha influido en la decisión, para qué nos vamos a engañar, que Amazon facilita mucho el tránsito del más allá digital al más acá material.

Pero no es una decisión que haya tomado yo sola, ¿eh? He quedado con mis protagonistas a la puerta de su cole, que hay que ver cómo se parece al mío… Les he preguntado si les apetecería salir en los papeles, y me han dicho que sí muy resueltos. Y ellos mandan. Así que, señoras y señores, niñas y niños, aquí os presento Rompecabezas en papel. En tapa blanda y tapa dura.

portada y contraportada de la novela Rompecabezas de Laura Rivas Arranz

Que no se diga que no vamos a saco por tierra, mar y aire 😃

 

laurarivasarranz.com
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