Las previsiones meteorológicas avisaban tormenta. Por eso el estallido del primer trueno a nadie sorprendió. Lo que ocurrió a continuación sin embargo no estaba en los pronósticos.
Cayó una lluvia extraña. Tan liviana que apenas mojaba. Tan menuda que nadie acertaba a verla bajo el cielo encapotado. Pero fue infiltrándose en el terreno, en el río, en el aire, en la luz.
Cuando los truenos y los relámpagos se apagaron, cuando por fin se deshicieron las nubes, la ciudad entera continuó oscura. No le di importancia. Nadie se la dio. Llega el día en que todas las ciudades oscurecen. Hay que aceptarlo.
En cuanto escampó, me armé de optimismo, me puse la minifalda nueva, cogí el portátil y me fui entre penumbras a mis clases de Ingeniería Aeroespacial.
Allí mismo, en la Facultad, antes de terminar la última hora, recibí el primer mensaje de alerta.
«Ve con cuidado. El suelo rezuma agua de tormenta. Los caminos están reblandecidos. La ciudad empantanada».
No volvió a su cauce el agua tormentosa. Empezó a atacar los cimientos de algunas casas. De nuestra casa. Convocamos una reunión familiar para evitar que se nos desmoronara.
Cuando una casa familiar se desmorona, siempre hay algún cobarde que abandona a los demás y huye. Esto yo no lo sabía antes de la tormenta. Ahora ya lo sé.
Aún asi, la casa no se ha venido abajo pero los cimientos siguen afectados y el terreno muy blando.
Da igual el calzado que te pongas. Caminar sobre superficies pantanosas siempre acaba mal. Te caes varias veces al día y hace falta ayuda para levantarse y caminar otra vez.
Una tarde que me caí, Raimon me salvó la vida.
Yo iba distraída. Pensaba en lo posible que era reducir la energía cinética del motor que lanza los gases por el tubo de propulsión de un cohete.
—¡No te pongas nerviosa, Ib! ¡dame la mano!
En ese momento yo todavía no estaba nerviosa. Seguía más atenta a mi proyecto de cohete que a las arenas movedizas en las que me acababa de caer. Tendí la mano a Raimon con rapidez, pero más por su cara de agobio que por mí. Cuando fui consciente de donde estaba y de que el barro me llegaba por encima de la cintura, Raimon casi me había sacado.
—Menudo susto. Ya pasó Ib. Ya pasó.
Nos quedamos sentados a la orilla del terreno movedizo. Raimon se quitó la chaqueta y empezó a ponérmela.
—Ayer mismo pensé en ti, Ib. Mientras fregaba los platos de la cena me quedé mirando tu casa por la ventana y de pronto me dije: Pero qué habrá sido de Ib. Hace mucho que no la veo. Es como si se la hubiera tragado la tierra. Y ya ves, hoy por poco se te traga.
Me lo dijo recuperando todavía la respiración de los esfuerzos para sacarme, forzando un tono de monologuista de comedia que quiere hacer reír, ajustándome su chaqueta para defenderme del frío.
Me hizo tanta gracia que reí sin parar como hacia tiempo no reía. Como antes de la tormenta, cuando la tierra era firme y la ciudad menos oscura.
Allí, cubierta de barro, en los márgenes de la tierra que me había querido tragar, se me escapaban las carcajadas.
Se me iba deshaciendo entre risas una pesadumbre que desde hace meses me dolía en los pulmones. Respiré hondo por primera vez en muchos meses.
—Me has salvado la vida, Raimon.
-La vida, la vida, no creo. A lo mejor te he librado de un buen catarro. El arenal no es tan profundo. Habrías salido de ahí tu sola. Ahogarte, lo que se dice ahogarte, no creo que te hubieras ahogado.
— Si. Me ahogaba Raimon, me ahogaba. Gracias. De verdad, gracias.
Sonreí.
Él también sonrió.
Desde la tormenta, Raimon tiene los ojos castaños semicubiertos de nubes. Echa de menos los campos de trigo que plantaba su padre. La llegada del agua los hundió.
Le cogí la mano.
Basta un minuto para cambiar una vida. Una tormenta, una distracción, un tropiezo y ya nada vuelve a ser lo mismo.
Allí sentados, Raimon y yo no pasamos mucho tiempo. No puedo decir exactamente cuánto porque los relojes no van bien. Todos marcan a la vez la misma anomalía.
Algunos sospechan de una curvatura nueva en el espacio-tiempo. Una distorsión que ha acelerado el flujo temporal desde el día de la tormenta.
Las horas duran menos minutos, los minutos menos segundos y no queda un solo segundo para nada.
Se nos va el día trabajando. Intentando sacar de casa la humedad. Nunca imaginé que iba a pasarme la vida limpiando moho de las paredes y barriendo barro. Pero aquí estoy. Abriendo el balcón de delante y las ventanas de atrás, para forzar corrientes de aires nuevos que refresquen la casa.
Quiero dejar constancia de que a pesar del barro, del moho, de la humedad y de esta aceleración loca del tiempo, no he abandonado mi cohete. No lo voy a abandonar. Todos los días me escapo un rato. No sé exactamente cuánto porque los relojes no van bien.
Me desentiendo de todo en una esquina del garaje. Extiendo mis papeles en una mesa plegable, y contra vientos, mareas, humedades y tormentas trabajo en el diseño de mi cohete espacial.
Fotografía: Guilherme Rossi, pexels.
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